Iosu Perales
Es un asunto de independentistas y no independentistas. La prueba evidente es que hay muchos nacionalistas que no desean formar un Estado propio por motivos pragmáticos y por otra parte muchos no nacionalistas que si lo quieren por razones democráticas. Este escenario tiende a consolidarse y muestra una realidad compleja que obliga a superar los diagnósticos simplistas y asumir la existencia de nuevas transversalidades en el tablero político.
Para los nacionalistas que no tienen como objetivo un estado propio, la “independencia” del siglo XXI sería el resultado de un pacto bilateral con el estado español en un marco de autogobierno con suficientes competencias blindadas y una soberanía compartida. Si dejamos las palabras concretas a un lado, podría asimilarse a la libre asociación que propuso Juan José Ibarretxe, matizando en todo caso que la propuesta de este último contiene un soberanismo más neto, menos acomplejado y cuyo punto de partida es una decisión vasca tomada en libertad. Naturalmente hay muchos nacionalistas que si desean un estado propio y comparten militancia partidaria con los anteriores. Son las famosas dos almas.
Para los nuevos independentistas que no son nacionalistas, formar un estado propio es poner solución a un problema llamado España que viene lastrando desde hace siglos una relación impuesta por una sucesión de grupos políticos herederos de la vieja España castellana cuyas armas son la amenaza y la fuerza, y no muestran la menor sensibilidad por el hecho plurinacional y plurilingüistico. Estos independentistas prefieren una estado propio, aunque sea de pequeño tamaño por considerar que es más cercano, fiscalizable, más dado a la transparencia y más pegado a la realidad social. Sin obviar el fenómeno de otras soberanías compartidas en el marco, por ejemplo, de la Unión Europea.
Unas y otras posiciones son legítimas y juegan con el factor de la globalización en su argumentario. Sólo que unas razones me parecen más sólidas que otras.
Para los nacionalistas que no reivindican un estado propio (aunque sentimentalmente lo quisieran) la globalización y en particular la pertenencia a la Unión Europea (UE) hace que los estados miembros sean dependientes de tratados, normativas y directivas, desactivando el interés real por un estado propio. En su argumentario se preguntan: ¿Es independiente Francia, Alemania, Italia, Bélgica…? Claro que comparar el caso de una nación sin estado con estados constituidos es ciertamente una broma. El ejemplo no vale. Por un lado ha de reconocerse que hoy por hoy las competencias de los estados nacionales siguen siendo muy importantes, incluso cuando se trata de aplicar normas de entes supra estatales. Es en el marco del estado-nación que fue posible una relación entre capital y trabajo que dio lugar al estado de bienestar.
Por el contrario es en la economía neoliberal y no por casualidad, el ámbito en que se da una deconstrucción del estado del bienestar y un tipo de dependencia que devora a la política y la subordina a poderes que no han sido elegidos en las urnas. Pero hay que decir que la tensión entre estados nacionales y la UE y la globalización no ha librado las últimas batallas. Me da la impresión que en su argumentario, estos nacionalistas dan por buena la UE actual, la aceptan y se resignan a como es, como si fuera inmutable a pesar de su déficit democrático, su debilidad política y el entierro de sus principios. De ahí que para este nacionalismo la UE es una referencia sagrada, principio y fin de un macro proyecto político que según su lógica acabará por hacer de los estados nacionales un hecho marginal. Pero, en realidad, este modo de pensar es ridículo, no tiene ningún viso de realidad. Véanse las posiciones de los estados en el asunto de los refugiados o en política exterior. Más bien ocurre que cuanto más se habla del escaso papel de los estados-nación más se afianza el manejo que Alemania y Francia hacen de la Unión Europea.
Más apasionante, aunque menos pragmático, es el argumento de los independentistas no nacionalistas (y de los que lo son) de que una Euskadi inédita, con estado propio, es un objetivo ligado a la voluntad de un cambio de globalización y de la UE. Es cierto que la ruta que proponen para su soberanismo completo es más incierta y sobre todo mucho más complicada que la del soberanismo compartido, pero en su mochila ya figura la conciencia de que la libertad es cara y en ocasiones muy difícil de alcanzar.
Lo importante es que entre ambas posiciones hay puentes tendidos: uno de ellos es el derecho a decidir. Es un derecho transversal que conecta con sectores diversos y con ideologías distintas que tienen en común la pasión por la democracia. Ahora bien, con un parlamento vasco que cuenta con 57 escaños favorables al derecho a decidir frente a 18 contrarios, se abre una puerta, al menos en teoría, para avanzar en la dirección de un referéndum. Es una buena noticia, pero la teoría es teoría. No nos engañemos, no hay una vía unitaria para poder hacerlo juntos. Y esa es la mala noticia: hay al menos dos rutas: la que propone el respeto escrupuloso a las vías legales y un acuerdo previo con el gobierno español como condición; y la que plantea el agotamiento de la vía acordada con Madrid para iniciar inmediatamente después un camino unilateral. Y, hoy por hoy, son dos vías sin puente que las una. Las dos orillas discurren paralelas pero nunca se encuentran. De modo que no veo brotes para el optimismo. Por decirlo de otra manera: la vía catalana está en Euskadi más lejos que nunca.
Pero no es la pretensión de este artículo el incursionar por las posibilidades del derecho a decidir sino el destacar un movimiento en el tablero de la independencia vasca: algunas figuras desaparecen y surgen otras nuevas. Aguirregomezkorta puede ya no ser independentista y Gómez puede que sí. Este escenario obliga a repensar categorías, conceptos, lenguajes y palabras. Y sobre todo a políticas transversales que superen viejos ejes como el de nacionalistas-no nacionalistas.