En plena “ola verde” en la que estamos, y ante la falta de iniciativa legislativa por parte del Gobierno Vasco, su consejera más catódica ha presentado el llamado ‘Proyecto de Ley de Movilidad Sostenible’ de Euskadi.
Esta ley, impulsada por el departamento de Arantxa Tapia, se compone, en gran medida, de un muy bajo nivel de innovación y de muchas dosis de “lugares comunes”.
Resulta llamativo y sintomático que la palabra “sostenible” aparezca citada casi cien veces en el proyecto de ley. Es como si alguien tratara de convencerse de que, a base de repetirla, se obrará el milagro de la sostenibilidad. Me recuerda a aquellos planes estratégicos y diagnósticos –financiados con dinero público por todas las administraciones- que hace dos décadas repetían la palabra “sinergia” como si de un mantra se tratara.
Lo realmente sorprendente es que el Gobierno Vasco presente un proyecto de ley para hacer un ejercicio lampedusiano de “cambiar todo para que nada cambie”. El texto no aporta ninguna novedad, ni mejora nada, ni cambia nada, más allá de impulsar más diagnósticos y más planes de movilidad en los territorios concernidos. Supongo que, por lo menos, las empresas y consultoras especializadas en hacer estudios de todo tipo para la administración observan este fenómeno con cierto entusiasmo. Pero, ¿en qué lo nota la movilidad? ¿Realmente es necesaria esta ley autonómica de efectos homeopáticos –esto es, nulos- sobre la vida cotidiana de la ciudadanía?
Independientemente de que hay muchas posibilidades de que el fin de la legislatura deje esta homeopática ley en agua de borrajas (Borago Officinalis, oiga, que lo mismo evita el estreñimiento o la osteoporosis que combate la bronquitis), hay dos aspectos claves que en este proyecto brillan por su ausencia y que no se pueden obviar si queremos hacer del transporte público un eje vertebrador.
En primer lugar, hacen falta mecanismos de participación ciudadana activos para la mejora de la red de transporte público. Sin desmerecer los sesudos estudios con los que pueda contar cada una de las administraciones para el desarrollo del transporte público, resulta lamentable que no exista ni la más mínima referencia a la participación de las y los usuarios en el diseño y desarrollo del mismo.
Despreciar la experiencia diaria de miles de personas usuarias que pueden dar claves para optimizar el transporte público denota un modelo más cercano al “despotismo ilustrado” que al modelo propio de una sociedad activa que quiere mejorar sus servicios. Claro que esa escucha a los y las usuarias puede poner al Gobierno Vasco ante peticiones ciudadanas que están más orientadas a la necesaria mejora de los trenes de Cercanías que a la faraónica inversión del TAV. Aunque ninguna de las dos sea competencia del ejecutivo autonómico, poco o nada hemos oído decir a Tapia sobre los trenes de Cercanías, mientras que del TAV no se puede decir precisamente lo mismo.
En segundo lugar; sorprende que el proyecto de ley pase por encima de la financiación, no ya de las infraestructuras sino también del costo económico propio del servicio del transporte público. Más allá de la aportación tarifaria y la aportación de dinero público, existen remotísimos países como Francia que han creado una fiscalidad dirigida a empresas que dota de más recursos para el transporte público. No tiene que viajar mucho la consejera para ver ejemplos de lo que cito. De hecho, puede desplazarse en Euskotren, que sí que es de su competencia.
Sin estos dos elementos -la participación ciudadana en la planificación y los nuevos mecanismos de financiación-, el proyecto sólo puede aspirar a ser parte de una legislación autonómica de efectos homeopáticos con todas las de la ley: enuncia una gota del principio activo de la sostenibilidad y la diluye en todo un océano de palabrería, tratando de convertir la medicina en una cuestión de fe.
Y eso no funciona. Es sólo placebo.
Jon Albizu – Alternatiba
Publicado en el Diario Norte