Lo llevo tatuado como con un hierro candente. En un viejo vídeo del MOC, Mariano Gómez pone voz a los insumisos vascos delante de un enjambre de micrófonos. “Esto es algo colectivo. Nunca vamos a permitir la represión selectiva. Si detienen a uno, nos tendrán a todos en la cárcel”. Y allí que se iban nuestros jóvenes desobedientes a picar los muros del Gobierno Militar de Bilbao y a encadenarse a las verjas aunque los sacaran arrastrados por el suelo o los sepultaran en los calabozos más sombríos. Llevaban siempre la cabeza bien alta porque sabían que no luchaban con el frágil aguijón de una abeja sino con la rabia unánime de toda la colmena. Mariano nos enseñó a ser multitudes.
Cuando me dijeron que su vida era ya una cuenta atrás, pensé que en realidad todos tenemos los días contados y que vivir es precisamente eso, ir bebiéndose a sorbos el tiempo sin más certidumbre que el ahora. No quise apenarme. Me resistí a las palabras de conmiseración y a los funerales prematuros. Lo mejor, me dijo Oskar Matute, es que vayamos a visitarlo para brindar por la alegría y por la vida que nos quede por delante. Así que llegamos a Barakaldo, llamamos al timbre de su casa y nos lo llevamos por las calles con el dolor a cuestas pero con una sonrisa pícara de fugitivos que ya nadie podrá arrancarnos de la memoria. Estaba Arturo Muñoz. Estaba Txema Mendibil. Echamos de menos a Bego Vesga.
Hay muchas referencias pero pocos referentes. Hay gente que no muere ni aunque lo pretenda porque va encendiendo vidas allá por donde pisa y deja un rastro de fuego tan abrasador que no hay manera de sofocarlo. De Mariano siempre nos quedará su quemadura. Cada vez que hablaba se hacía un silencio de templo griego, no tanto por el respeto que nos merecían sus palabras como por la verdad tranquila que nos revelaban. La lealtad, nos dijo Txema aquel día, es escuchar lo que más nos cuesta decir. Ahora mismo no encuentro otra forma de lealtad que decir estas palabras sabiendo que Mariano no podrá escucharlas.
En el camino de vuelta a casa, me confesó que su vida se estaba alargando más allá de lo que la medicina había previsto. “Estoy más fuerte que un árbol”, creo que dijo. Cuando alguien goza de buena salud decimos que está como un roble aun cuando al roble se lo vaya rumiando la carcoma. Porque el roble siempre retoña. En Gernika, el árbol de todos los árboles extiende sus raíces hacia el pasado y abre sus ramas hacia el futuro a sabiendas de que su savia ya es eterna. Una vez en Buenos Aires, de visita por el Centro vasco Laurak Bat, me enseñaron un vástago del viejo roble de Gernika que levanta su copa hacia el cielo de Argentina. La vida que sembramos siempre termina floreciendo.
“Nacemos para morir”, decía Mariano con un soplo de poesía en una frase que parece una simple redundancia pero que encierra una verdad mucho más penetrante. La certeza de que estamos destinados a algo más grande que nosotros. La convicción de que pertenecemos a una muchedumbre hambrienta de sueños, atados para siempre al tronco histórico de un árbol que se niega a perecer.
No sé quién alumbrará ahora nuestras dudas. Pero sé que nunca mueren aquellos que nacieron para ser semilla.
Jonathan Martínez