Por Nuria Varela – Feminista, escritora y periodista
El feminismo es un impertinente –como llama la Real Academia Española a todo aquello que molesta de palabra o de obra–. Es muy fácil hacer la prueba. Basta con mencionarlo. Se dice feminismo y cual palabra mágica, inmediatamente, nuestros interlocutores tuercen el gesto, muestran desagrado, se ponen a la defensiva o, directamente, comienza la refriega.
¿Por qué? Porque el feminismo cuestiona el orden establecido y la moral y la costumbre y la cultura y, sobre todo, el poder. El feminismo todo lo que toca, lo politiza. No hay nada más políticamente incorrecto que el feminismo porque pone en evidencia los ejercicios ilegítimos de poder de la derecha y de la izquierda; de conservadores y progresistas; en el ámbito público y en el privado; de los individuos y de los colectivos.
El feminismo fue muy impertinente cuando nació. Corría el siglo XVIII y los revolucionarios e ilustrados franceses –también las francesas–, comenzaban a defender las ideas de “igualdad, libertad y fraternidad”. Por primera vez en la historia, se cuestionaban políticamente los privilegios de cuna y aparecía el principio de igualdad. Sin embargo, las mujeres que habían participado activamente en esa revolución, a partir de 1793, fueron excluidas de los derechos políticos recién estrenados. En octubre se ordena que se disuelvan los clubes femeninos. No pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres. En 1795, se prohíbe a las mujeres asistir a las asambleas políticas. Aquéllas que se habían significado políticamente, dio igual desde qué ideología, fueron llevadas a la guillotina o al exilio.
Quince años más tarde, el Código de Napoleón, imitado después por toda Europa, consagra la minoría de edad perpetua para las mujeres.
Como explica Amelia Valcárcel: “Fueron consideradas hijas o madres en poder de sus padres, esposos e incluso hijos. No tenían derecho a administrar su propiedad, fijar o abandonar su domicilio, ejercer la patria potestad, mantener una profesión o emplearse sin permiso, rechazar a su padre o marido violentos. La obediencia, el respeto, la abnegación y el sacrificio quedaban fijadas como sus virtudes obligatorias. El nuevo derecho penal fijó para ellas delitos específicos que, como el adulterio y el aborto, consagraban que sus cuerpos no les pertenecían. A todo efecto ninguna mujer era dueña de sí misma, todas carecían de lo que la ciudadanía aseguraba, la libertad”.
No es el único ejemplo. Las “traiciones”, desencuentros y enfrentamientos del feminismo con los movimientos progresistas y de izquierdas forman parte de la historia.
Un siglo después, las sufragistas, que iniciaron su experiencia política luchando contra la esclavitud y en los movimientos abolicionistas, vivieron con estupor cómo después de todo su trabajo en contra de la esclavitud, la recompensa fue que en 1866, el partido Republicano al presentar la Decimocuarta Enmienda a la Constitución que por fin concedía el voto a los esclavos, negaba explícitamente el voto a las mujeres. La enmienda sólo era para los esclavos varones liberados. Pero aún sufrieron otra traición. Más dolorosa si cabe. Ni siquiera el movimiento antiesclavista quiso apoyar el voto para las mujeres, temeroso de perder el privilegio que acababa de conseguir.
Como anécdota –o quizá no por casualidad–, la primera novela antiesclavista del continente americano es una obra de Harriet Beecher Stowe, escritora estadounidense que en 1851 publica por entregas la conocida La Cabaña del Tío Tom.
También Flora Tristán, precursora y avanzadilla de las feministas socialistas, explicaba su situación de conflicto: “Tengo casi al mundo entero en contra mía. A los hombres porque exijo la emancipación de la mujer; a los propietarios, porque exijo la emancipación de los asalariados”.
Igual han quedado para la historia las reflexiones de August Bebel el hombre que procuró desarrollar las tesis marxistas sobre lacuestión femenina: “Hay socialistas que se oponen a la emancipación de la mujer con la misma obstinación que los capitalistas al socialismo. Todo socialista reconoce la dependencia del trabajador con respecto al capitalista (…) pero ese mismo socialista frecuentemente no reconoce la dependencia de las mujeres con respecto a los hombres porque esta cuestión atañe a su propio yo.”
Antológica la regañina de Lenin a Clara Zetkin, la alemana que realmente puso las bases para un movimiento socialista femenino, dirigió la revista femenina Igualdad y organizó una Conferencia Internacional de Mujeres en 1907 que se mantiene viva hasta hoy –aunque en 1978 cambió el nombre por el de Internacional Socialista de Mujeres–: “Clara, aún no he acabado de enumerar la lista de vuestras fallas. Me han dicho que en las veladas de lecturas y discusión con las obreras se examinan preferentemente los problemas sexuales y del matrimonio. Como si éste fuera el objetivo de la atención principal en la educación política y en el trabajo educativo. No pude dar crédito a esto cuando llegó a mis oídos. El primer estado de la dictadura proletaria lucha contra los revolucionarios de todo el mundo… ¡Y mientras tanto comunistas activas examinan los problemas sexuales y la cuestión de las formas de matrimonio en el presente, en el pasado y en el porvenir!”
Fue Heidi Hartmann quien describió la relación entre marxismo y feminismo como un matrimonio mal avenido.
También Alejandra Kollontai tuvo numerosos enfrentamientos dentro de su propio partido al hacer suya la idea de Marx de que para construir un mundo mejor, además de cambiar la economía tenía que surgir el hombre nuevo. Así, defendió el amor libre, igual salario para las mujeres, legalización del aborto y la socialización del trabajo doméstico y del cuidado de los niños, pero sobre todo, señaló la necesidad de cambiar la vida íntima y sexual de las mujeres. Para Kollontai, era necesaria la mujer nueva que, además de independiente económicamente, también tenía que serlo psicológica y sentimentalmente. Rotunda, para Kollontai no tiene sentido hablar de un“aplazamiento” de la liberación de la mujer, en todo caso, habría que hablar de un aplazamiento de la revolución. Como anécdota, en el local donde se iba a celebrar la primera asamblea de mujeres que Kollontai convocó, apareció el siguiente cartel: “La asamblea sólo para mujeres se suspende, mañana asamblea sólo para hombres”.
Llegaron los años sesenta (del siglo XX) y fueron intensos en cuanto a agitación política. Nace la Nueva Izquierda y el resurgir de diversos movimientos sociales radicales como el movimiento antirracista, el estudiantil, el pacifista y el feminista, claro. A todos les unía su carácter contracultural. No eran reformistas, no estaban interesados en la política de los grandes partidos, querían nuevas formas de vida. Muchas mujeres entraron a formar parte de este movimiento de emancipación .
Pero, una vez más, aparecieron las contradicciones en esa Nueva Izquierda. Robin Morgan escribió lo que hacían en aquellas revolucionarias reuniones: “Como quiera que creíamos estar metidas en la lucha por construir una nueva sociedad, fue para nosotras un lento despertar y una deprimente constatación descubrir que realizábamos el mismo trabajo en el Movimiento que fuera de él: pasando a máquina los discursos de los varones, haciendo café pero no política, siendo auxiliares de los hombres, cuya política, supuestamente, reemplazaría al viejo orden”.
Además, las mujeres se enfrentaban a su invisibilización como líderes, a que los debates estuviesen dominados por los hombres y a que sus voces no fuesen escuchadas. La opresión sólo se analizaba teniendo en cuenta la clase social. El sexismo o era objeto de bromas o no entraba en los debates teóricos. Así las cosas, aunque las mujeres sentían que las cuestiones que afectaban de manera más directa a sus vidas (la sexualidad, el reparto de las tareas domésticas, la opresión…) debían pasar a formar parte de la discusión política, no lo conseguían.
En palabras de Ana de Miguel, puesto que el hombre nuevo se hacía esperar demasiado, la mujer nueva –de la que tanto hablabaKollontai a principios de siglo–, optó por tomar las riendas. La primera decisión política del feminismo fue la de organizarse de forma autónoma, separarse de los varones. Así se constituyó el Movimiento de Liberación de la Mujer.
En mayo del 2011, en la Puerta del Sol de Madrid, ocurrió una historia que Belén Gopegui contó con detalle:
“Alguien arrancó el jueves de cuajo una pancarta que decía “La revolución será feminista o no será”. Es la única pancarta que se ha arrancado y el problema mayor fue que mientras el individuo se golpeaba el pecho a lo King Kong, un grupo grande de gente le aplaudió y abucheó a las mujeres. Cuando bajaron del andamio había debajo un grupo que insultó a quienes habían subido la pancarta. La historia importa porque revela que Sol (la acampada) no es magia ni una ilusión pasajera sino un lugar hecho con nuestras vidas patriarcales y capitalistas que quieren vivir. La historia importa porque la reacción de la carpa feminista fue convocar un taller de feminismo para principiantes a donde asistieron muchas personas. Y allí se preguntó a quienes asistíamos qué entendíamos por feminismo. Y se dijo que era comprensible, lo cual no quiere decir justificable, que haya reacciones de miedo y prepotencia por parte de quienes han interiorizado sus privilegios machistas como si fueran naturales y ven que se ponen en cuestión. Fue un momento, uno más, de inteligencia colectiva en marcha”.
Larga es la historia de las resistencias de buena parte de los integrantes de la izquierda con la igualdad entre mujeres y hombres. Tan larga que podemos reconstruirla desde la Revolución Francesa hasta el 15M.
Escribo todo esto ante el estupor que me han provocado algunos comentarios al hilo del Debate de la Redacción planteado por el periódico La Marea sobre la conveniencia o no de publicar un anuncio que se consideró sexista. La redacción decidió rechazar el anuncio y lo hizo público en el número siguiente, lo contó a sus lectores y lectoras, tanto que había rechazado el anuncio como las razones que le habían llevado a tomar esa decisión. Esto motivó una viva polémica y la mayoría de los comentarios fueron en contra de esa decisión. El estupor me lo provoca no que mucha gente se manifieste con una postura contraria a la tomada por la redacción, todo lo contrario, ésa es la parte interesante, el debate suscitado, sino porque se continúan reproduciendo los mismos argumentos y actitudes en una parte del público de La Marea, que mayoritariamente es de izquierdas y progresista.
Directamente no hay debate. Se recurre a la misma estrategia que ya se utilizó contra las sufragistas (la ridiculización y el ninguneo). Se utilizan argumentos como la censura. ¿Censura? Si hay algo censurado en el debate público y en los medios de comunicación es el feminismo, es casi imposible plantearlo sin que, como ha ocurrido en el debate de La Marea, inmediatamente te descalifiquen. Es muy curioso cómo se dan lecciones y cómo se considera que ser feminista significa carecer de cultura y ser un mal profesional, en este caso, un mal periodista. Será que no sabía María Moliner de lengua y lenguaje o Eulàlia Lledó o Mercedes Bengoechea, por ejemplo. Aún es más curioso que el abuso del cuerpo de las mujeres en su representación artística se justifique como “creación” como si no fuese la cultura, precisamente, la transmisora de valores. Como si no fuese la representación del cuerpo femenino por parte de los hombres uno de los lastres que aún soportamos.
Me viene a la memoria el eslogan de las Guerrilla Girls, el colectivo formado por artistas norteamericanas cuando plantearon a modo de lema/provocación:
“¿Hay que desnudarse para entrar en el Museum of Modern Art de Nueva York? Si eres mujer parece que sí. Los números no fallan. Solo un 5% de los artistas son mujeres pero un 85% de los desnudos que se exhiben son de mujeres. Si eres mujer y quieres estar en el MOMA lo mejor será que te desnudes”.
Y ya, lo más curioso, es que se califica de trasnochado al feminismo cuando el machismo, la discriminación y la desigualdad están repuntando con una fuerza inusitada. Lo que es viejo, muy viejo es el machismo y el lenguaje excluyente y lo que esto significa, la democracia excluyente.
Sirva la anécdota de La Marea como excusa para recordar la historia y proponer una pregunta vital en estos momentos: ¿Cuándo se planteará la izquierda (los partidos, los individuos, los colectivos sociales… ) un debate político, profundo y sereno, sobre su capacidad para integrar realmente -no formalmente-, la igualdad entre mujeres y hombres en todos sus postulados?, porque parece obvio que, sin mujeres, no hay democracia.