Noemi Maza – Antropóloga
“El Alarde lo veo más de juerga, más superficial, más de emborracharte libremente, con el permiso de tu familia. Que no tienes ninguna pega… Comes, bebes, no te ponen reparos en casa, ni la mujer, pues aprovechas ese día” le comenta un participante del Alarde a Margaret Bullen. Esta antropóloga, junto con el sociólogo José Antonio Egido Sigüenza, realizaron un trabajo de campo para comprender los conflictos en el Alarde, que concluyó en el libro “Tristes espectáculos: las mujeres y los alardes de Irun y Hondarribia”.
Según los autores, esta frase y otras parecidas revelan lo que pocos se atreven a confesar: esa fiesta callejera que se genera al margen, donde lo importante es la juerga y la borrachera, la transgresión de las normal sociales, del aburrimiento de la rutina, eso sí, libre de toda restricción de las mujeres. Lo llaman «el espíritu cuartelero» del Alarde, que junto con el espíritu militar, completaría su modelo de masculinidad hegemónico en esta fiesta: el mundo militar y el mundo sexual; “cuando aparece una mujer todo el mundo se desboca” aseguran. Dime de que alardeas…
«La política no tiene nada que ver con la fiesta», «la fiesta no se tiene que politizar» me aseguran muchos cuando saco a relucir las reivindicaciones que surgen de diversos festejos. Lo que desde la antropología sabemos es que no solo la fiesta tiene que ver, y mucho, con la política; es que la fiesta, de hecho, es política dramatizada.
Los momentos festivos son una manera de sacralizar el orden social de una comunidad, a la vez que lo transgrede para resaltarlo. Es una especie de refugio en el que cada cual hace una performance o una dramatización de su existencia como ser social, de su sentido de pertenencia en esta comunidad, y entre todos como vida colectiva única y viva frente al peligro de ataque del paso del tiempo que todo lo desgasta y de otros peligros exteriores que amenazan este orden social.
El primer peligro implica que la fiesta sea un paréntesis del tiempo rutinario, una especie de templo donde el tiempo queda suspendido, con el fin de centrar la vida comunitaria, recordando y repitiendo, y charlando de juerga con las y los amigos. Por eso, se entiende que en este paréntesis se suspenden las leyes y normas rutinarias de la sociedad: al igual que la borrachera, la música frente al silencio rutinario, el histrionismo, la gula o el derroche, también se suspenden las leyes y normas que implican derechos básicos, como el derecho de igualdad. No es necesario ser políticamente correcto, en la fiesta aflora lo que está en los suburbios de la mentalidad colectiva, que aflora en este suburbio del tiempo colectivo que es la fiesta. Entre otras cosas, aflora el patriarcado más radical.
Además, al ser una conmemoración de tiempos pasados, crea vínculos con tiempos pasados y con la identidad colectiva que ya por ser repetida y continua en el tiempo, gana un valor simbólico. Se trata de, como decía un informante, «mantener viva la tradición y el legado de nuestros antepasados».El patriarcado también está ahí.
«No, lo bonito de la fiesta es la tradición y la tradición dice que las mujeres tienen que salir una por compañía y entonces no hay por qué romper tradiciones». «Las tradiciones me parecen algo importante, me parece que son la identidad de un pueblo.» Como si la historia o las tradiciones no las crearan las personas, como si fuera algo estático a lo que hay que adorar. De hecho, si el Alarde continua, es porque ha cambiado, ha evolucionado y se ha adaptado a los nuevos tiempos (con la introducción de la Cantinera o del General, la rebaja de la participación religiosa o de una nueva ruta por causa del Alarde mixto, por ejemplo). Si no evolucionaría, simplemente no tendría valor para los sujetos, simplemente dejaría de existir. La historia, la tradición, la cultura, es algo creado y recreado por las personas, es decir, es algo que sirve a las personas, y no al revés. Son modos de organización que impugnan, seleccionando rasgos de diferenciación identitarios respecto a otros grupos.
Porque como todo peligro que amenaza a una comunidad, el problema o conflicto no se ve como algo que está dentro, siempre es un peligro exterior. Todos los peligros vienen de fuera, y si no, se exteriorizan.
Los betikos están dentro, son los de allí de toda la vida. A las personas contrarias, se las cataloga como foráneas, pero no en el espacio físico (participan diferentes etnias dentro del Alarde tradicional) sino de manera simbólica, como el Otro que no entiende, que ha demostrado “un desconocimiento de su gente» y que podría estropear no solo la fiesta, sino la identidad colectiva. O la Otra que no entiende (y que las mujeres del betiko realizan una ardua tarea para hacerla entender) que el rol de la mujer aquí está arraigado en un antiguo matriarcado vasco que dicta que la mujer debe preparar y alabar a su hombre desde fuera, nunca desde dentro. Si se rompen estas reglas identitarias, todo se convertiría «en un carnaval», como rezaba un panfleto del alarde tradicional en junio de 1998: «Esta sentencia también abre la puerta a los gais que enseguida van a reivindicar su derecho a salir de cantineras. Y lo cierto es que si se acepta a las mujeres como soldados por qué no se les va a aceptar a ellos como cantineras. Esta sentencia convierte automáticamente nuestro Alarde en un carnaval».
El carnaval, otra fiesta de permisividad y descontrol. En el carnaval, dicen, todo vale, quizás por eso se utilizan disfraces y máscaras. En el carnaval también hay un recuerdo de todo y un olvido de sí. En el Alarde, curiosamente, algunos no usan máscaras, utilizan plásticos o paraguas negros para eludirse y eludir la realidad. Y la realidad es que el peligro del pueblo no está en los cambios de fuera ni se trata del ejército franco-navarro, sino que está dentro.
No es el Alarde mixto, sino los que quieren una comunidad inmortal y hermética, aún pasando por encima de los derechos fundamentales de las personas, del pueblo.