Pocos ámbitos de nuestra sociedad nos muestran el modelo de desarrollo capitalista con tanta precisión como el de la movilidad dominante. La plasmación de la ética calvinista del triunfo personal ante nuestro entorno se ha materializado en el coche privado frente al transporte colectivo. No es casualidad que cuando analizamos la construcción de las infraestructuras surgidas en las tres últimas décadas, las carreteras, las autovías, las autopistas y las variantes se hayan desarrollado de forma exagerada frente a los mecanismos de transporte público. Es evidente que este crecimiento ha sido planificado por la industria automovilística y avalado por las Instituciones con el dinero de todos y de todas. De hecho, la propia Diputación de Gipuzkoa presume en su publicidad de haber gastado durante los últimos años 1.000 millones de euros en carreteras.
Pero la actual crisis y los diferentes análisis que se han publicado en todos los medios de comunicación han sacado a la luz las carencias de nuestro modelo económico. Un sistema que prima una movilidad a la carta –me muevo donde quiero y cuando quiero- y que hace que «mi éxito personal» se valore en la medida en que tengo un coche cada vez más nuevo. La industria automovilística, consciente de los problemas que se avecinan, se ha subido al carro de «lo sostenible» como una vía para mantener –y si es posible aumentar- el sistema de producción.
Las instituciones públicas, en defensa no sabemos si del interés colectivo o de las grandes corporaciones, han dado señales de que no renuncian a ayudar a la industria del automóvil. Todos pondrán su granito de arena: los gobiernos Central y Vasco financiarán el vehículo, las Diputaciones serán sensibles a la compra de éste con una «política fiscal comprensiva» y los ayuntamientos atenuarán sus planes de recortar espacios al coche privado y convertirán la pregunta «¿dónde aparco?» en cuestión prioritaria de la agenda de las políticas locales.
Son demasiados años como para cambiar de la noche a la mañana un modelo que nos parece ya parte del desarrollo natural de nuestra civilización. Pero, para ser sinceros, también despuntan algunos «brotes verdes» (nunca mejor dicho). La utilización de trenes y autobuses e incluso de la bicicleta va en aumento y la presión ciudadana para abrir más espacios a los peatones se hace notar también en la agenda local. La dignificación del transporte público y la mejora de algunos servicios ha jugado un papel determinante para este pequeño giro hacia otro modelo diferente al actual. En estos tiempos de reducciones de ingresos para muchos ciudadanos, el ferrocarril y el autobús han supuesto una alternativa más razonable para muchas familias, que no han visto este cambio como un descenso en su escala social, sino como un uso más racional de sus propios recursos.
No podemos perder esta oportunidad y debemos dar un impulso a un modelo de movilidad donde prime el transporte público. Tenemos que conseguir que cuando alguien se plantee que tiene que desplazarse a algún lado, su primer instinto sea preguntarse qué línea de autobús o tren hay para ello. Esta responsabilidad de las instituciones públicas y de la ciudadanía es una labor titánica, si tenemos en cuenta que, según un informe del Observatorio de la Publicidad de la Movilidad Sostenible y la Televisión, el 58% de los anuncios –en determinadas franjas horarias- muestra un automóvil moviéndose por zonas urbanas, incluso por casos históricos de ciudades muy conocidas.
Así, el objetivo de potenciar una movilidad sostenible se convierte en casi un ejercicio de masoquismo cuando se traslada al ámbito de las políticas locales, ya que el 38% de la publicidad de automóviles muestra lo fácil que es aparcar en ciudades modernas. ¿Qué político, después de este bombardeo publicitario, no va a prometer «una ciudad moderna» donde conductores y conductoras puedan aparcar felizmente y sin problemas? Dar la vuelta a este sistema es, sin duda, todo un reto a tener en cuenta para las próximas elecciones municipales y forales.
Fotografía: Daquella manera