Jonathan Martínez
En el vídeo, una joven ciclista se detiene junto a una furgoneta en un semáforo. La vemos a lo lejos forcejear con el copiloto y entonces comprendemos que el hombre la está hostigando, la está increpando, se está burlando de ella. “¿Tienes la regla? Dame tu número y vamos a tomar algo”. Después la furgoneta acelera y se pierde de vista. En un arrebato de empatía, los espectadores sentimos la impotencia de la humillación, deseamos lo peor al energúmeno y maldecimos la impunidad de los babosos. Pero la chica no se da por vencida, así que pedalea tras la furgoneta hasta que por fin la encuentra unas calles más adelante, estacionada a un lado de la carretera. En el recinto mágico de la pantalla, nuestra heroína va a culminar el gesto de venganza que en la vida real casi siempre permanece recluido en la esfera del deseo. Ahora es cuando ella aminora la velocidad, se detiene, le arranca de cuajo el espejo retrovisor y sale pitando mientras el público experimenta la íntima satisfacción del desagravio. Por si fuera poco, el motorista que ha grabado la escena se acerca a la furgoneta para confirmar el destrozo y lo celebra con nosotros. “Os lo merecéis, basura”.
La historia nos entusiasma. Los diarios digitales la llevan a sus portadas. La compartimos en nuestro muro de facebook. La distribuimos en grupos de whatsapp. Like. Retuit. Entretanto estalla la controversia. Un testigo asegura haber visto a un hombre dando instrucciones a la chica y a los tipos de la furgoneta. Efectivamente, los protagonistas resultan ser actores y se revela que el vídeo es propiedad de una de las corporaciones de contenido multimedia con más visitas de la red: Jungle Creations. Cada periódico le ha pagado 400 libras esterlinas en derechos de emisión por el cortometraje. Finalmente, la propia empresa retira el vídeo y anuncia una investigación para esclarecer el fraude. La venganza ciclista, mientras tanto, se reproduce en la red ajena a las polémicas. Al fin y al cabo, lo contagioso son las mentiras, no las rectificaciones.
La prensa nos ha infundido el pánico ante las noticias falsas de la red como si se tratara de una novedosa pandemia, el síntoma más pernicioso del nuevo imperio del populismo. Pero ni las mentiras ni los bulos ni las leyendas urbanas son fenómenos recientes. Todo el mundo tiene un conocido que tiene un conocido que jura haber visto a Ricky Martin enclaustrado en un armario mientras un perro degustaba en antena una ración de mermelada. Si dices tres veces “Verónica” delante de un espejo, su espíritu te hundirá unas tijeras en el pecho. Si no reenvías este mensaje a quince personas, el niño Kevin tendrá que renunciar a su injerto de duodeno. Y así sucesivamente.
Los bulos han existido siempre, lo que ocurre es que internet ha perfeccionado sus posibilidades de contagio. La letra de molde y las imágenes, distintivos de credibilidad y prestigio del periodismo impreso, están ya al alcance de todo el mundo. A día de hoy, cualquier internauta con alguna habilidad al teclado puede emular la factura impecable de un periódico de renombre. Ni siquiera la precariedad tecnológica supone un obstáculo. A fin de cuentas, la cámara temblorosa del teléfono móvil concede a los vídeos una irrefutable apariencia de espontaneidad, verdad y testimonio. Así es como la naturaleza contagiosa de las redes sociales ha abierto camino al negocio de la viralidad.
Existe otra circunstancia favorable a las noticias infecciosas. El pensamiento lineal del periodismo impreso ha sucumbido ante la lógica fragmentaria de la red, donde ya no leemos del tirón y sin distracciones sino que navegamos sin rumbo y a la deriva, convocados ahora por este enlace y reclamados más tarde por no sé qué notificación o no sé qué ventana emergente. Pasear por la web se parece cada vez más a desfilar por un gran centro comercial, con anuncios titilantes como neones que demandan nuestra atención y se disputan nuestras visitas. Internet nos ha convertido en consumidores a jornada completa. Cada vez que nos movemos por la red, revelamos preferencias de consumo a la vez que surcamos reclamos publicitarios. El acto mismo de comprar no es más que la culminación de un proceso que comienza con nuestro primer clic. Y las noticias falsas son cómplices de esa maquinaria.
En la era de la viralidad, el periodismo se ha aliado con la publicidad bajo las normas y en el terreno que impone la publicidad. La sobreabundancia de información ha desatado una guerra feroz por conquistar nuestra curiosidad, y las armas de combate son el titular estridente y el sensacionalismo. Somos vulnerables a los bulos como lo somos al mal periodismo o a los anuncios publicitarios. La única defensa posible consiste en ejercer el pensamiento crítico, interrogarnos sobre la intención de cada mensaje y evaluar la reputación de las fuentes. Conozco gente que dejó de compartir noticias falsas en sus redes sociales. Lo que ocurrió después te sorprenderá.
Del blog de nuestro compañero en Naiz Zona especial Norte