Euken Barreña
Alternatiba
Desde el 1 de enero de 2010 España ha asumido la presidencia rotatoria de la Unión Europea, en el contexto de una prolongada crisis del proyecto europeísta. Las raíces de esta crisis se encuentran en dos factores: por un lado, la lógica neoliberal que ha regido la construcción europea durante las dos últimas décadas – al servicio de las élites financieras y empresariales – caracterizada por la consecución de un mercado interior común y una moneda única, una política comercial exterior basada en la firma de acuerdos de “asociación” perjudiciales para los países en desarrollo, la reducción de los sistemas de protección social y la apuesta por una política de inmigración selectiva, que prima la entrada en Europa de las personas más cualificadas, impidiéndosela a los demás.
Por otro lado, de forma correlativa y como reacción a esta deriva, se ha producido una crisis de legitimidad y de identidad europea. Así, mientras las instituciones han ensalzado machaconamente los “valores europeos” como la base de la integración comunitaria – derechos humanos, tolerancia, diversidad, protección social – sus actuaciones se han dedicado a desafiar estos valores de forma flagrante: liberalización de servicios públicos y posibilidad de aplicar regímenes laborales extranacionales perjudiciales para los trabajadores, expulsión de inmigrantes en situación irregular, recortes en las libertades fundamentales con el pretexto de la lucha antiterrorista, abandono de las consultas a la ciudadanía cuando los resultados no son los deseados…
Ante este panorama, al que se une la recesión económica y la destrucción generalizada de empleo, el programa político de la presidencia española parece diseñado para intentar transmitir a la ciudadanía el mensaje de que el proyecto europeo no sólo consiste en un mercado único con una moneda común, sino en la promoción de un modelo de desarrollo que combina la economía competitiva con la solidaridad social.
En este sentido, se han fijado las siguientes prioridades: en el ámbito económico, coordinar las políticas económicas de los países miembros en torno a la Estrategia de Crecimiento y Empleo 2020; en el ámbito internacional, reforzar el papel de Europa mediante la firma de nuevos acuerdos de asociación, la negociación de la adhesión de nuevos países a la UE y la fijación de una postura común respecto al cambio climático y en el ámbito social, reforzar los derechos de los ciudadanía europea, con medidas a favor de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, en contra de la violencia de género y la adopción de la iniciativa legislativa popular.
Aunque sobre el papel estas medidas puedan suponer avances concretos, está por ver si podrán llevarse a la práctica de forma efectiva. Y es que los obstáculos para su ejecución no van a ser pocos: la coordinación de las políticas económicas, que es una competencia prácticamente exclusiva de los estados, puede convertirse en una quimera cuando ya existen diferencias notorias entre los países respecto a la necesidad de poner fin o no a los estímulos fiscales o sobre la obligatoriedad e imposición de sanciones por los incumplimientos de la Estrategia 2020.
Además, el parlamento europeo, tras las últimas elecciones en las que se alcanzó la abstención récord del 56,7%, es el más escorado a la derecha desde 1979, lo cual tendrá su reflejo en toda la normativa relativa a libertades, inmigración, seguridad, cambio climático, permisos de maternidad o jornadas laborales. Basta recordar que ya en la anterior legislatura se había pronunciado en contra de la ampliación del permiso de maternidad, el recorte de las emisiones de CO2 y a favor de la expulsión fulminante de inmigrantes en situación irregular, por citar algunos casos recientes.
Por último, la entrada en vigor del nuevo tratado de Lisboa aboca el concepto mismo de presidencia rotatoria a la desaparición, al crear dos nuevas figuras: el presidente permanente del Consejo Europeo (el demócrata-cristiano belga Herman Van Rompuy) y la Alta Representante para la política exterior de la UE (la laborista británica Catherine Ashton). Ello significa que José Luis Rodríguez Zapatero no presidirá el Consejo Europeo, ni el jefe de la diplomacia española, Miguel Angel Moratinos, presidirá el Consejo de Exteriores, como sucedía hasta ahora. Cabe señalar que la elección de estos dos nuevos representantes ha sido criticada por su escaso peso y experiencia comunitaria, por lo que se ha entendido como una señal de la poca disposición de los líderes nacionales a perder su protagonismo.
En definitiva, el programa de la presidencia española es un buen ejemplo de la receta hueca de “más Europa” preconizada por la socialdemocracia y parte de la izquierda unitaria: en vez de impulsar propuestas que garanticen una auténtica integración política y social europea y democraticen las instituciones comunitarias, se opta por medidas cortoplacistas y pequeños ajustes accesorios incapaces de cambiar el rumbo general de la Unión Europea. Este es el escenario en el que la derecha se encuentra más cómoda: un proyecto comunitario despolitizado, con dirigentes que manejan la retórica de la integración europea y los valores comunes pero que sólo entienden las instituciones como un instrumento para hacer el trabajo sucio de la globalización neoliberal dentro y fuera de Europa o para conseguir ventajas en términos nacionales.
Por lo tanto, ante la ausencia de un proyecto político de integración multidimensional, la falta de visión europeísta de los líderes nacionales y la conversión de las instituciones comunitarias en cajas de resonancia de los intereses nacionales, no es de extrañar que la ciudadanía cada vez se desentienda más de la UE, como quedó patente en las últimas elecciones.