En una encuesta ficticia, y por tanto más rigurosa que la media, imagino que si grabadora en mano preguntásemos por la calle acerca del grado de aceptación de muchas de las medidas que las instituciones acometen a diario, un elevado porcentaje de las mismas suspendería estrepitosamente. Esta situación se agrava exponencialmente cuanto más alejadas de la ciudadanía se encuentran dichas instituciones, entre otras cosas porque el control sobre esas decisiones se aleja en la misma medida del pueblo.
Si lanzamos una mirada sobre las últimas acciones acometidas por el gobierno estatal, tales como la congelación de las pensiones, la subida del IVA, el abaratamiento del despido, o la bajada salarial al funcionariado, podremos asegurar que no solo carecen de respaldo, sino que además gozan de una oposición frontal del ciudadano medio, a pesar de la tibieza de la respuesta social.
Las instituciones traicionan a sabiendas el sentir mayoritario de la sociedad a la que representan, haciendo oídos sordos a sus protestas, que mantienen escondidas tras una hiriente cortina de humo: la supuesta falta de información y formación de dicha sociedad para escoger la mejor opción para su presente y futuro. Me parece repugnante insinuar que la ciudadanía es madura para elegirte pero demasiado infantil como para ejercer un control responsable de la gestión que haces de sus recursos, pero si así fuera, los principales culpables son quienes gestionando el poder público, pasan legislatura tras legislatura sin mover ni un dedo para revertir una situación que maniata y domestica a la sociedad.
Con su actitud evitan que la gente se haga protagonista de un sinfín de decisiones, muchas de ellas de máximo calado, como las últimas donde “papá estado” recorta sus derechos laborales por un adulterado bien común. Son las instituciones las que debieran ser garantes del protagonismo de la sociedad en su propio caminar, y no convertirles en paganos sumisos de sus malas decisiones. Al contrario asistimos a diario al sometimiento de los gobiernos a los dictados de las élites económicas, manteniendo un status quo que pesa como una losa sobre las espaldas de una mayoría social que ni siquiera imagina el sinfín de posibilidades que le abriría una democracia participativa, frente al déficit de representación que ahora sufre.
Lo cierto es que la ciudadanía se merece otra versión de sociedad en la cual tenga espacios de empoderamiento, forme parte activa de los procesos, genere propuestas y donde su voz sea determinante. Esa sociedad participada y corresponsable debemos empezar a construirla aquí y ahora entre todos y todas, y no esperar a que quienes nada han hecho hasta ahora despierten de pronto de su pasividad intencionada.