En la actualidad la indiferencia y el desapego de la ciudadanía respecto a la participación política es una realidad fácilmente verificable. Entre los factores que suelen mencionarse de forma recurrente para explicar este fenómeno se encuentran, por una parte, el hastío por el comportamiento de la clase política debido a la falta de transparencia en las instituciones, la ausencia de democracia interna en los partidos políticos y los casos de corrupción y, por otra parte, la apatía de la ciudadanía, que parece reacia a involucrarse de forma activa en la actividad política más allá del ritual de voto en las elecciones de turno y que se resume en la habitual frase “que lo arreglen los políticos, que para eso les pagamos”.
Sin embargo, frente a esta explicación simplista, surge la siguiente pregunta: ¿cabe exigir la misma responsabilidad por esta situación a aquellas personas que asumen cargos de representación política que la ciudadanía común? No parece lógico que así sea, máxime cuando desde las instancias político-institucionales se ha fomentado un interesado discurso sobre la creciente complejidad de las decisiones políticas que conllevaría la imposibilidad de que el ciudadano medio pueda involucrase en la toma de decisiones o se ha adoptado el discurso de la participación ciudadana pero sin tomar ninguna medida para llevarlo a la práctica.
Desde posiciones de izquierda tampoco se ha escapado a esta inercia contraria a la participación ciudadana, alegando el peligro de una derechización de las políticas o la falta de una verdadera demanda por parte de la ciudadanía para abrir vías de participación. Sin embargo, la vitalidad de asociaciones vecinales, movimientos sociales y otras formas espontáneas de movilización ciudadana contradicen esta idea. ¿Cómo romper, entonces, el círculo vicioso formado por el interés de una casta política interesada en minimizar la participación ciudadana y la apatía social que produce la falta de mecanismos de participación?
Desafortunadamente, en la actualidad muchas de las decisiones que nos afectan ya no se toman en los órganos de la democracia representativa donde supuestamente deberían acordarse (ya sean ayuntamientos, diputaciones, parlamentos o instituciones europeas) sino en ámbitos que no han sido democráticamente elegidos y escapan al control ciudadano. En consecuencia, la apuesta por herramientas y órganos de democracia participativa que complementen el déficit democrático de la democracia representativa debe ser una prioridad política.
Los resultados de las pasadas elecciones municipales suponen una gran oportunidad en este sentido, por lo que desde Alternatiba nos proponemos extender la democracia participativa en todos los ayuntamientos, basándonos en tres pilares: la apertura de los órganos de gobierno municipales a la participación de movimientos sociales y ciudadanos individuales, abandonando su monopolización por los partidos políticos; el impulso del presupuesto participativo y la creación de órganos de participación ciudadana abiertos a la ciudadanía en forma de consejos de barrio, consejos sectoriales y consejos de ciudad. Estos órganos no deben tener un carácter meramente consultivo, sino que sus decisiones deben ser vinculantes respecto a decisiones estratégicas para los municipios y, en los casos en los que se produzcan desacuerdos debería recurrirse a la consulta ciudadana.
Por supuesto la aplicación de estas medidas debe hacerse atendiendo a cada contexto concreto y dedicando los recursos necesarios, tanto desde el punto de vista económico como formativo y de sensibilización.
En definitiva, el compromiso con la participación ciudadana no es sólo una exigencia ética para preservar la salud de nuestra devaluada democracia, sino que depende también de una voluntad política clara con la Alternatiba se ha comprometido desde su fundación.
Imagen: Ciro Boro