Iagoba Itxaso – Mesa de Comunicación Crítica de Alternatiba
El software es básico en nuestro día a día. Forma parte de toda la tecnología que manejamos, y es un elemento estructural tanto en instituciones como en empresas públicas y privadas.
Existen dos tipos de software atendiendo a su forma de ser distribuidos y comprendidos: tenemos por un lado el software privativo, en el que podemos incluir sistemas operativos como Windows o aplicaciones conocidas por todos como MS Office y Photoshop; por el otro lado tenemos el software libre, con GNU/Linux como sistema operativo estandarte y software tan conocido como OpenOffice y Firefox.
Aunque en algunos casos las líneas entre uno y otro se vuelvan un tanto difusas, la diferencia es fácil de comprender. El software libre se denomina así porque todo el mundo es libre de usarlo, copiarlo, estudiarlo, modificarlo y redistribuirlo; al software privativo, por contra, se le atribuye este apelativo porque una o varias de estas libertades no han sido facilitadas por quienes ostentan los derechos de autoría. Es decir, nos vemos privados y privadas de dicha libertad.
Nuestras instituciones utilizan software tanto libre como privativo, siendo el segundo el que se lleva mayor peso en cuanto a inversión. Se nos ocurren algunas razones para utilizar software privativo y defenderlo, pero consideramos que los argumentos para utilizar e invertir en software libre son mucho más importantes, garantes de democracia y populares en todo el sentido de la palabra.
El control sobre el software que utiliza una institución pública es fundamental. Sin lugar a dudas, la única forma de asegurar nuestra soberanía en lo que respecta a nuestros sistemas informáticos es usar software libre. El código de una aplicación privativa es cerrado y no podemos saber a ciencia cierta qué contiene al completo. El software libre se sitúa bajo el control de la ciudadanía. Si utilizamos, por ejemplo, un sistema operativo privativo, ¿tiene la institución o la ciudadanía el control sobre todo lo que pasa por sus sistemas?
Por otro lado, tenemos la proyección del propio software, hasta dónde podemos llegar con él. Si empleamos software libre, abriremos la opción de que más desarrolladores puedan colaborar en su mejora y ampliación, no viéndonos limitados por un código cerrado totalmente y dependiente de su dueño. Por ejemplo, si desde una institución pública se realiza un concurso para desarrollar una aplicación, tras finalizarse el desarrollo nada impide que se abra a la ciudadanía la posibilidad de mejorarlo. Por otro lado, si en un futuro se lanza un nuevo concurso para ampliar de una forma concreta ese software, su código abierto habrá permitido que varias empresas ya lo hayan podido estudiar, se hayan podido habituar al mismo y puedan realizar un presupuesto más adecuado y ajustado, sin inferioridad de condiciones respecto a la empresa que desarrolló originalmente la aplicación.
Portar los sistemas de una administración hacia software libre, sin duda, tiene un coste. Pero el software privativo también tiene su coste en licencias, que puede ser mucho mayor. Esos costes de instalación o mantenimiento, además, se pueden someter a concurso, donde proveedores de soporte locales podrán acceder a proporcionar dicho servicio. Es decir, en lugar de gastar el dinero público en licencias, lo que haría que fuera mayoritariamente percibido por empresas extranjeras, lo invertiríamos en empresas locales. Además, naturalmente, siempre se pueden crear plazas públicas para cubrir de forma permanente estas necesidades, ampliando aún más la soberanía sobre nuestro sistema informático y apostando al mismo tiempo por el trabajo público, estable y en condiciones dignas.
El concepto de software libre, además, se funde filosóficamente con conceptos como el trabajo colaborativo, la democracia, la horizontalidad, la igualdad social y de género y el internacionalismo. Promover el uso del software libre desde cualquier cartera de las instituciones, destacando apartados como educación o industria, es un bien común que debemos defender. Si lo pensamos detenidamente, podemos afirmar que no puede haber una nación soberana, ni una democracia real, ni una libertad ciudadana plena, si nuestras instituciones no utilizan software libre.