Por Laura Gómez, Directora de Igualdad de la Diputación de Gipuzkoa
«BRUTAL violación de una joven india de 23 años por seis hombres en un autobús de nueva Delhi». «Secuestro y violación de una niña de nueve años por dos hombres en Pakistan». «Violación de una menor de 17 años por tres jóvenes en el barrio de Egia de Donostia». «Dos chicos intentan agredir sexualmente a dos chicas de 19 años en Elgoibar, Gipuzkoa».
Cotidianamente nos toca lidiar con la rabia y la indignación que nos despierta tanta violencia machista brutal contra las mujeres. Es imprescindible para nuestra propia supervivencia que nosotras, el gran blanco de esa violencia, creemos discursos rebeldes, que no dejen ninguna agresión sin respuesta. Porque si agreden a una mujer, nos agreden a todas.
Los ataques a mujeres en Gipuzkoa que han saltado a los medios de comunicación en las últimas semanas han motivado un sinfín de artículos. Lejos de los análisis excesivamente simplistas que reducen la violencia machista a casos puntuales, nos gustaría contribuir a este debate proponiendo reflexiones acerca de las verdaderas causas de esta realidad, que son complejas, y de la dirección que debemos seguir para que las mujeres, algún día, podamos vivir en paz.
Las agresiones sexuales y, entre ellas, las violaciones, son realidades cotidianas para todas las mujeres en nuestro territorio y en cualquier parte del mundo, aunque nos guste más colocarlas en el extranjero. Resulta imposible cuantificar la magnitud de las agresiones sexuales masculinas contra las mujeres. Las que se conocen son únicamente las que trascienden a lo público a través de los medios de comunicación, o aquellas que han sido denunciadas previamente. El resto, la inmensa mayoría, no transciende, entre otras cosas, porque es un delito difícil de denunciar para las mujeres.
No hay una «tecla mágica» que permita acabar con la violencia machista contra las mujeres, como se sugiere en algunos análisis recientes, porque la tecla es, ni más ni menos, un sistema capitalista, sexista y patriarcal (legal, jurídico, social, cultural…) que ampara y legitima las desigualdades entre mujeres y hombres.
Desde esta perspectiva, los ataques machistas no se explican por una conducta aislada de algunos individuos, sino que son parte de un sistema que permite la existencia de un clima de permisividad, mayor o menor, en el ejercicio de la violencia contra las mujeres. Ese clima se construye a través de la legitimidad dada a una infinidad de comportamientos violentos y machistas, de distinto tipo y gravedad, pero que constituyen, al fin y al cabo, agresiones que vivimos las mujeres a lo largo de nuestra vida. Unas agresiones sexuales que se confunden, en muchas ocasiones, como formas legítimas de ligar, y se relativiza su gravedad porque parecen formar parte de los códigos naturales del cortejo heterosexual.
Pues no. Los hombres agreden sexualmente a las mujeres para mostrar su dominación sobre estas en el plano más íntimo, la sexualidad, y porque creen poder hacerlo. Esto nos recuerda a todas que, en el fondo, somos un agujero, un objeto, un cuerpo violable.
Todas las mujeres tenemos miedo a ser violadas y, siguiendo el guión del miedo en el que hemos sido socializadas, creemos tener la responsabilidad de prevenir que esto nos ocurra. Así, la sociedad en su conjunto evaluará si la agresión era justificable o no, se nos preguntará cómo íbamos vestidas, por qué pasamos por allí, si estuvimos coqueteando con el agresor, que por qué nos fuimos a su casa… La culpa, el estigma de la violada y la duda sobre la veracidad de lo sucedido explica, en última instancia, por qué tan pocas mujeres se atreven a denunciar.
¿Y qué pasa con los agresores? ¿Para cuándo educar a los hombres explicándoles que no se grita guarradas entre cinco a una chica que va sola por la calle a las tres de la mañana, que no hay que tocar el culo en los bares, que los roces con los genitales son un ataque, que hay distancias mínimas que respetar al hablar y, sobre todo, que cuando una mujer dice no es no?
Se hace urgente que todos los hombres reflexionen y se planteen su protagonismo en la violencia machista: sus dificultades para identificar qué es una agresión y qué no, su participación activa en las mismas, así como su papel como mero espectador pasivo de una agresión, pese al rechazo de esta. Por tanto, la «tecla» consiste, sencillamente, en que la prioridad de organizar la vida en común de todas y todos sea colocar a las personas en el centro y en igualdad. Así es cómo se crean las condiciones para que podamos vivir vidas libres de violencias machistas. Las campañas de concienciación e información, la autodefensa feminista, los mapas de la ciudad prohibida, la coeducación son instrumentos necesarios, imprescindibles, pero no suficientes si las políticas de igualdad son marginales. Tomemos nota o jamás acabaremos con la violencia machista hacia las mujeres.