Cristina Bereciartua y David Pina – Alternatiba
El próximo 7 de julio expira la ultraactividad de los convenios colectivos a consecuencia de la última reforma laboral. Conocemos la trampa en la que nos intentan atrapar los medios de comunicación haciéndonos ver que es algo inevitable, como si los empresarios tuvieran que dejar de aplicar el convenio por imperativo legal. Sabemos que consecuencias acarreará, lo que no tenemos tan claro es cómo sucederán los acontecimientos a partir del día 8; cómo se procederá a la rebaja de las condiciones. No obstante, este artículo no pretende analizar estás cuestiones, tampoco va de leyes, ni de procedimientos… habla de entrañas, de sentimientos, de necesidades.
Recientemente, tuvimos la ocasión de ver un experimento social llamado el juego del ultimátum. Consiste en la repartición de un dinero, 100 euros, en la cual intervienen dos individuos. El primero es quien debe decidir qué cantidad de dinero está dispuesto a entregar, lanzándole una única oferta a la segunda persona, quién debe decidir si acepta el trato o no. En el supuesto en que acepte el trato se reparten la cuantía y fin del juego; en caso contrario, ambos lo perderán todo dando por terminado el experimento.
Cuando el reparto es equitativo, se llegan a acuerdos fructíferos para ambas partes de manera rápida. Sin embargo, cuando la avaricia del oferente hace que la cuantía que se atribuye a si mismo sea excesivamente alta, dejando una cantidad irrisoria a su contraparte, lo habitual es que la segunda persona rechace el trato y ambos se queden sin nada. ¿Por qué prefiere quedarse sin nada antes que aceptar una cantidad pequeña? Al fin y al cabo, esa segunda persona ha llegado sin nada, sin embargo rechaza el trato castigando al contrario: a eso se le llama dignidad.
A partir de aquí, no dejamos de hacernos preguntas; ¿Cuándo vamos a hacer valer nuestra dignidad como trabajadoras y trabajadores? ¿Vamos a permitir que nos la roben? Cuando un trato es injusto, tenemos la obligación de plantarnos, de no aceptar. Muchos pensaran, “ya, pero si no aceptamos nos quedamos sin nada”, y se nos olvida que somos parte fundamental de la ecuación. ¿Acaso son las manos de los empresarios los que construyen los edificios, las que ponen en funcionamiento las máquinas de las fábricas, las que hacen el pan o las que cultivan los campos? Si nos negamos a aceptar el trato, ellos también pierden, sus empresas no producen solas y el dinero no se come.
¿Cuánto vale nuestra dignidad? ¿Cuánto más vamos a dejar que nos pisoteen para darnos cuenta de que la oferta social que nos presentan es injusta? Condiciones laborales propias de la esclavitud, sanidad privada que muchas y muchos no podremos costearnos, educación precaria pensada para los hijos de los ricos, protección social inexistente… al mismo tiempo, vemos cómo las grandes fortunas crecen a ritmos vertiginosos y el beneficio de las grandes empresas se dispara. Todo a nuestra costa, siempre a nuestra costa.
Algunas personas luchamos día a día por una sociedad más justa, más igualitaria, y poco a poco vamos sumando fuerzas, pero para darle la vuelta a la tortilla, necesitamos que todas y rodos rememos en la misma dirección. El fin de la ultraactividad de los convenios no es una cuestión de dinero, ni siquiera de condiciones laborales, se trata de no permitir que nos pasen por encima, de decir basta a un modelo social al servicio de intereses económicos, donde nada importan las cosas importantes de la vida. La felicidad, el trato humano, las relaciones sociales, familia, amistades, la vida en definitiva no es sino tener tiempo para vivir.
Somos muchas las personas que creemos que es hora de pisar el freno, de rechazar el trato, de plantar cara y decir que estamos en disposición de perder, porque si nosotros y nosotras caemos, quienes tenemos enfrente caerán detrás y tienen más que perder, puesto que han acumulado mucho con nuestro sufrimiento. Como dijo Durruti, no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Ya lo reconstruimos una y mil veces, volvamos a hacerlo, pero esta vez, con nuestras reglas.