Jonathan Martínez
Esta historia tiene tres protagonistas. El primero se llama Jean Baptiste y nace en 1910 en una caravana gitana de un campamento nómada a pocos kilómetros de Charleroi, en Bélgica. En 1922, cualquiera que tenga un puñado de francos en el bolsillo puede ver actuar al niño Jean Baptiste con su guitarra en un garito de baile de la Rue Monge parisina. Ese mismo año, Hemingway se instala en un cuchitril infecto junto a la Sorbona en aquel París de los años locos, de los artistas muertos de hambre en Montparnasse, de Picasso y Modigliani, de las tertulias en casa de Gertrude Stein, de los cabarets y de las mujeres liberadas del corsé con el pelo a lo garçon y tocadas con sombreros de campana. Ese año también, Mussolini marcha sobre Roma y pone al Partido Nacional Fascista al mando de Italia.
Una madrugada de 1928, el niño Jean Baptiste, que ya no es un niño, incendia su caravana con una vela en un desafortunado accidente. El fuego le abrasa buena parte del cuerpo y convierte el meñique y el anular de su mano izquierda en dos colgajos inservibles. Bien pensado, para alguien que se gana las alubias con su guitarra, el contratiempo adquiere la dimensión de una catástrofe. Aquí es donde Jean Baptiste, adelantándose a todos los mercaderes de la superación personal, hace de la necesidad virtud y desarrolla una original técnica de jazz que lo convertirá en uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos: el gran Django Reinhardt.
El segundo protagonista de esta historia se llama Joseph, se apellida Goebbels y es ministro de Propaganda de la Alemania nacionalsocialista. Durante los años treinta, nuestro amigo Joseph anda preocupado por las inclinaciones musicales de la chavalería aria. La nueva moda del jazz, esa música simiesca de negros y judíos, esa especie de reguetón sudoroso que bailan en Europa, amenaza con resquebrajar los rectos valores de la patria germana. La estrategia de Goebbels apunta a varios frentes. Por una parte, las radios del Tercer Reich censuran cualquier melodía de intenciones perversas. Por otra parte, los campos de concentración abren las puertas a quienes perseveran en sus gustos musicales. La película Rebeldes del swing de Thomas Carter rememora a aquellos mártires del ritmo.
Sin embargo, y esto es lo más extravagante del caso, Goebbels pone una vela a Dios y otra al diablo. Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Algo así debe de pensar cuando se decide a formar su propia banda de jazz nazi: Charlie and His Orchestra. El ministerio reproduce a todo trapo sus canciones en los campos de prisioneros de guerra y en los países ocupados. Además, un par de veces a la semana, se inmiscuye en los diales británicos con la artillería pesada de sus grandes éxitos. Por ejemplo, la pegadiza Let’s go bombing: “Vamos a bombardear como hacen los aviadores de las Naciones Unidas, iglesias, mujeres y niños, también a los neutrales”. En Hold tight, otro temazo alegre y combativo, nos cantan las bondades del frente rojo: “¿Quieres un poco de comunismo? Crimen y vicio, ¡está muy bien!”.
El 14 de junio de 1940, las tropas alemanas alcanzan París, y nueve días más tarde, Adolf Hitler se pasea junto a la torre Eiffel y los Campos Elíseos. Al principio de nuestra historia hemos dejado en los escenarios parisinos al virtuoso guitarrista Jean Baptiste, ahora conocido como Django Reinhardt. Llegados a este punto, es hora de preguntarnos cómo es posible que sobreviva en la Francia ocupada un reputado gitano con agravante de jazz, y lo que es más inquietante, cómo es posible que ofrezca conciertos en París con una banda de cuatro negros y un judío. Al fin y al cabo, las autoridades nazis y sus aliados están esterilizando y exterminando a miles de gitanos en un holocausto olvidado por las efemérides oficiales y por los libros de historia. Existe una fotografía insólita que tal vez disipe nuestras dudas. A las puertas del club parisino de jazz La Cigale, sonríe a la cámara la banda multiétnica de Django Reinhardt. Junto a ellos, vestido de riguroso uniforme, posa el tercer protagonista de nuestra historia, el oficial de la aviación nazi Dietrich Schulz-Köhn, que firma sus crónicas musicales con el pseudónimo de Dr. Jazz. Todo un fan. Lo que se dice un grupi.
Dicen que dicen que al terminar la guerra, el prisionero Dietrich Schulz-Köhn carga con una cámara fotográfica Rolleiflex. Dicen también que durante su cautiverio entabla una fugaz amistad con un soldado negro estadounidense que trata de canjearle la cámara a toda costa. “¿Cuánto pides por ella?”. Schulz-Köhn se niega, no está en venta. “Te doy tres cartones de Lucky y cuatro pares de medias de nylon”, insiste el americano. Nanay. Ni hablar. Y es entonces cuando Schulz-Köhn se lo piensa dos veces, mira su cámara como despidiéndose de ella, busca los ojos de su captor y le pregunta: “¿No tendrás algún disco de Count Basie?”.
Si existieran las moralejas, alguien diría que es posible encontrar destellos de humanidad incluso en la peor de las miserias. Otra interpretación menos optimista diría que en el fondo no sabemos nada de los nazis. Estados Unidos, que llega a la guerra tarde y mal y para ajustar las cuentas de Pearl Harbor, termina moldeando a su gusto la imagen que tenemos de aquellos días. Así, la industria de Hollywood embucha en nuestra memoria heroicos fotogramas de barras y estrellas, y al mismo tiempo, urgidos por exigencias del guión, los nazis del celuloide cultivan una maldad histriónica, tienen el ceño fruncido y la mirada aviesa y blasfeman mucho en alemán, que a decir verdad, acojona un rato.
Nadie nos advierte que un nazi podría amar la música inmoral y sincopada de los negros. Que tal vez ese mismo nazi sería capaz de proteger a un gitano al mismo tiempo que sus colegas atizan el fuego de los hornos crematorios. Nadie nos explica que la maquinaria genocida del nazismo tiene algo de rutina funcionarial, y que fuera de la jornada laboral, sus ejecutores aman el arte, acarician con ternura a sus mascotas y arropan a sus hijos con un beso de buenas noches.
Quizá por eso no los reconocemos cuando sonríen en pantalla, dulces y entrañables, negando ante un micrófono profesar dogmas proscritos. No los reconocemos cuando los vemos dispensar raciones de caridad entre sus compatriotas, cuando ejercen de esforzados deportistas, cuando saludan a la multitud fervorosa de los mítines y se retratan con un niño en brazos. Ellos no son nazis, nos decimos. No pueden ser nazis. No son como los malos del cine. No tienen el ceño fruncido ni la mirada aviesa ni blasfeman mucho en alemán. Y así nos luce el pelo. Tanto ver películas de nazis y al final siempre terminan dándonos nazi por liebre.
Del blog de nuestro compañero en Naiz Zona especial Norte