Jonathan Martínez
Supongo que a estas alturas todo el mundo habrá oído hablar del autobús de marras. Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva, blablablá. El caso es que la asociación Hazte Oír, de filiación hooligan y transfobia militante, ha reavivado la discordia sobre la libertad de expresión y se ha propuesto obligarnos a elegir trinchera. O con los censurados o con los censores, nos dicen. El mensajes es muy claro: no es razonable defender la barra libre para tuiteros y raperos disidentes si a la hora de la verdad, cuando pintan bastos y alguien proclama consignas que nos incomodan, somos los primeros en encender las antorchas y aplaudir la quema. Para confirmar su hipótesis, los ultras naranjas adjuntan fotografía de una drag queen crucificada en el carnaval canario. Esto bien que os gusta, malditos herejes.
La preocupación es legítima, y algunas de nuestras firmas más honestas conceden el tanto. Al fin y al cabo, hay demasiadas ocasiones en que hemos abusado de la corrección y no ha tardado en asomar el pequeño inquisidor que llevamos dentro. Es raro el día en que no salta un colectivo ofendido, empeñado en no dejar titiritero con cabeza, y saca de quicio lo que nunca quiso ser una ofensa hasta que el asunto llega a los tribunales cuando no a las manos. Más de una vez nos hemos disfrazado de turba enfurecida y nos hemos sumado al entusiasmo del linchamiento. Y es que nos encanta el olor a bruja chamuscada.
Sin embargo, tengo la impresión de que los parroquianos de Hazte Oír nos han sentado en una partida de cartas marcadas, jueces comprados y apuestas amañadas. Así, en una espectacular maniobra de contorsionismo, las mentes más cerriles del integrismo cristiano han aparecido ante la opinión pública como mártires de los derechos civiles. No importa que ese catecismo nacionalcatólico y fermentado haya ocupado todas las instancias de poder desde tiempos inmemoriales. Da igual que sus valedores sean tataranietos del Tribunal del Santo Oficio. Que lo que hoy defienden con coloquios y con memes ayer lo impusieran mediante el garrote vil y la hoguera. Qué más da que su cacería contra homosexuales y transexuales resucite las páginas más infames de la Ley franquista de vagos y maleantes. Olvidadlo todo, porque ahora la rebeldía se viste con la mitra y la sotana de un obispo digital.
Es una jugada maestra. Un jaque mate de libro. Al final, no solo cuentan con la bendición del poder y el encanto irresistible de la subversión, sino que además, y por si fuera poco, les brindamos nuestra protección desinteresada. Si reclamamos nuestro derecho al exabrupto, deberíamos consentir el suyo, decimos. Hay que estar a las duras y a las maduras. Incluso desempolvamos aquel estribillo apócrifo de Voltaire: «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». En resumidas cuentas, como somos incapaces de garantizar con éxito nuestra libertad de expresión terminamos blindando la suya.
Comparar el autobús naranja con los tuiteros y raperos imputados me parece un despropósito. En primer lugar porque nadie en su sano juicio ha llegado a pensar que los paladines de Hazte Oír puedan llegar a pisar el trullo, tal vez ni siquiera a encajar una leve amonestación o una pública reprimenda. En segundo lugar porque nadie ha silenciado el mensaje de Hazte Oír, más bien al contrario, lo hemos multiplicado hasta el desmayo. Que el autobús circule o caliente banquillo en el garaje es ya una consideración secundaria. No ha existido censura sino publicidad, y esto demuestra que el objetivo nunca ha sido acallar a los ultras sino deslegitimar sus ocurrencias.
El debate, lejos de resultar estéril, nos ha permitido poner al descubierto toda una trama de afinidades en la que figuran cargos del PP, de Ciudadanos y de Vox, voceros cavernarios y cardenales. Ahora sabemos que el ministro emérito de Interior, que condecoraba vírgenes y tenía a un ángel custodio currando de gorrilla, declaró a Hazte Oír «asociación de utilidad pública» con todo su complemento de privilegios fiscales y prebendas. Pero sobre todo, y esto es lo más confortante, este debate ha proporcionado un altavoz solidario a todas aquellas personas que alguna vez han sido perseguidas o discriminadas por motivos de identidad de género.
Hablar de libertad de expresión sin hablar de relaciones de poder es una falacia. La libertad de expresión es el derecho de los dominados y no el privilegio de los dominadores. Que no te engañen. Ellos, los dueños de todas las mordazas.
Del blog de nuestro compañero en Naiz Zona especial Norte