Jonathan Martínez
Todos los años acechan las serpientes de verano. Noticias que no son noticia estallan en primera plana mientras los periodistas titulares dormitan en la costa y los becarios se desloman en las redacciones. Al fin y al cabo, con algo hay que cebar las rotativas. Este verano, la serpiente ha adquirido las dimensiones de una boa constrictor y se nos ha presentado bajo el nombre de turismofobia, un neologismo tan malintencionado y ridículo como cogido por los pelos.
Hace ya una semana que cuatro jóvenes activistas de Arran sacrificaron el neumático de un autobús turístico en Barcelona y garabatearon con espray un lema en el parabrisas: «El turisme mata els barris». Hace dos semanas la operación ocurrió en Palma. En aquella ocasión fue una mortífera salva de confeti sobre los comensales de un restaurante. Por si fuera poco el alboroto juvenil de Arran, Ernai ha convocado una manifestación en Donostia para denunciar las políticas de turismo basadas en la especulación inmobiliaria y los trabajos precarios.
Los plumillas del biempensar, siempre al límite de la indecencia, han aprovechado la ocasión para pegarse un festín de dignidad a costa de la chavalada. No ha faltado al linchamiento la legión oficial de políticos y charlatanes, todos escandalizados, todos clavando codo para entrar en la foto de la defensa del sector. Entre el repertorio de bufonadas turismofílicas quedará para la posteridad el delirante concepto de turismo borroka y un tuit de Albert Rivera culpando a Puigdemont y Junqueras de autobuses ardientes que nunca ardieron.
Pero debajo del parloteo sobre vandalismo se esconde una realidad ante la que ni siquiera el tertuliano más obstinado puede hacerse el loco. El fenómeno no es exclusivo de Barcelona, ni de Palma ni de Donostia, sino que se manifiesta en muchas otras ciudades del mundo cuyos centros urbanos han sido devorados por el turismo de masas. Urbes enteras desfiguradas para acoger el flujo interminable de visitantes, servicios esenciales desalojados por franquicias de multinacionales y negocios de quita y pon. Ciudades desechables, reconstruidas a pedir de boca de quien está de paso, y al mismo tiempo, hostiles para quien comete la imprudencia de querer vivir en ellas.
A falta de un sector industrial competente, los ingresos del turismo permiten al gobernante de turno salvar los muebles macroeconómicos a costa de contratos temporales y precarios que maquillan las cifras veraniegas de desempleo. A esto hay que sumarle, claro está, los nutritivos dividendos de la especulación urbanística y de la malparada burbuja de la construcción. Últimamente, la irrupción de nuevos modelos de negocio como Airbnb está acarreando un impacto demoledor sobre el precio de los alquileres, y en consecuencia, está condenando a las personas residentes al exilio inmobiliario hacia otros barrios o hacia otras ciudades más asequibles.
El turismo no es un problema. El problema son aquellos que lo están gestionando para su propio lucro y en contra del interés general. El problema son quienes gobiernan el espacio público como negocio privado y lo convierten en un erial inhabitable, una mera zona de tránsito en la que resulta imposible vivir. Los turistas no son un problema. El problema son quienes especulan, quienes se enriquecen con nuestra miseria, quienes nos condenan a trabajos peregrinos que ellos jamás desempeñarían. Los culpables se enfadan, se revuelven porque los jóvenes, los mismos que sirven copas en precario a los turistas, los que no alcanzan a pagar el alquiler, se han permitido el lujo de la protesta. Sabemos quiénes son los culpables precisamente porque no toleran las protestas. Porque los culpables padecen, si me permitís el diagnóstico, un cuadro severo de protestofobia.
Publicado en su blog Zona Especial Norte