Jonathan Martínez
Los hemos visto portar antorchas de odio racial y estrellar un coche contra la multitud en Charlottesville, Virginia. En París, a pocos metros de la estación de tren de Saint-Lazare, golpearon hasta la muerte al joven Clément Méric. En una fábrica de Amiens pedían el voto obrero para las presidenciales francesas y en el barrio madrileño de Tetuán repartían víveres solo a españoles. Vapuleaban a refugiados sirios en la frontera de Hungría con Serbia. Patrullaban el Mediterráneo en busca de pateras emigrantes. Molieron a palos a Jimmy y lo arrojaron al Manzanares. A Jimi Joonas Karttunen lo mataron en la plaza Eliel de Helsinki. Estaban repartiendo octavillas contra las mezquitas en Dresde. Estaban acuchillando al rapero Pavlos Fyssas al oeste de Atenas. Estaban levantando barricadas de neumáticos en la plaza Maidán.
Los hemos visto camuflados con ropajes variopintos, bajo diferentes siglas y colores, pero todos ellos adscritos a la tradición histórica del fascismo, a la afirmación racial y al desprecio por lo ajeno. Al fin y al cabo, los fascismos adquieren formas caprichosas según el tiempo histórico y el lugar que les toca en suerte. Algunos fascismos son explícitos; otros se esfuerzan en resultar sutiles. Hay fascistas hitlerianos, falangistas trasnochados y nostálgicos del Ku Klux Klan, pero también hay fascistas pop e incluso hipsters del fascismo. Algunas veces son de porte militar, hinchados de testosterona, con camisetas reventonas, cadenas de hierro y puños americanos. Otras veces se muestran afables, venerables y televisivos, y defienden su catecismo con la elocuencia de un comercial de aspiradoras. Hubo un tiempo en que los creímos relegados a los museos y a los documentales de madrugada en blanco y negro, pero ahí están, agitando banderas en las plazas, concediendo entrevistas y prodigándose en titulares.
Si el crack bursátil del 29 generó un caldo de cultivo excepcional para los fascismos del siglo XX, la quiebra financiera de 2008 ha asfaltado la pista de aterrizaje para los fascismos de nuestros días. Todos los estandartes de la prosperidad globalizada, también aquellos que parecían incuestionables e imperecederos, han quedado en evidencia o se han ido al garete, desde Lehman Brothers hasta la Unión Europea. El boyante capitalismo tardío nos había vendido una utopía transfronteriza y cosmopolita que nunca llegó a existir, de modo que los fascismos han reaccionado ante la crisis del sistema con un repliegue en forma de exaltación nacional, una retórica antiliberal y una épica subversiva y malsonante que sabe seducir a la clase trabajadora. Y es que el discurso del pánico xenófobo se ha alimentado a partes iguales de la depresión económica y de la desconfianza en las instituciones tradicionales.
No obstante, el fascismo no solamente no supone una amenaza para el orden establecido sino que desempeña un papel crucial como fuerza de choque contra todas las demás formas de descontento: las de tradición democrática, las de genealogía marxista o libertaria, las de las minorías nacionales. Por eso los liberales son tan condescendientes con el fascismo. Por eso los periódicos oficiales recurren a toda clase de eufemismos y circunloquios para nombrarlo. Por eso Trump afea la violencia «de todas las partes» en Charlottesville. Por eso El País, plusmarquista de la manipulación, convierte una algarada nazi en «disturbios entre grupos radicales». Cada vez que sugieren una equivalencia entre fascistas y antifascistas, los liberales se elevan en un imaginario púlpito de centralidad, como árbitros justicieros de dos extremismos simétricos, como el fiel de una balanza que solamente existe en el ámbito calenturiento de sus deseos.
Hay que reconocerlo, quienes detentan el poder están sabiendo sacar partido de un nazismo que ha medrado gracias al fertilizante de su indiferencia. Mientras tanto, en Charlottesville, sumamos el nombre de Heather Heyer a la nómina de asesinados. Allí están los nombres de Clément Méric y de Jimmy y de Jimi Joonas Karttunen y de Pavlos Fyssas. Allí están Lucrecia Pérez y Guillem Agulló y Carlos Palomino y Aitor Zabaleta. Porque los extremos nos tocan.
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