Como los puntos que hoy presiden las entradas de tantos y tantos edificios, las secuelas también son moradas. Porque tras los golpes rara vez se termina el dolor. Las secuelas son, quizá, ojos amoratados y labios hinchados. Pero también son las órdenes de alejamiento y pulseras cuyos pitidos nos recuerdan que la amenaza no cesa tras los golpes.
Las secuelas son, tal vez, el llanto y el miedo. Pero lo son también la doble victimización en las salas frías donde hay que desnudar el dolor mientras otros los pondrán en duda, lo cuestionarán e incluso los desmentirán. ¿Cerró las piernas? ¿Cómo pudo bajarle unos pantalones tan ceñidos? ¿Se negó con claridad? ¿Sonrió al día siguiente? ¿Consintió?
Su inocencia se presupone, tu mentira tambíen. Salvaguarda frente a la histeria, la exageración, el celo, la locura… Porque todo agresor es inocente, e incluso víctima, hasta que se demuestra que la agredida lo es. Que puso la otra mejilla, que denunció (porque no denunciar es, para la caverna, culpa de la víctima), que se negó alto y claro, que cerró las piernas y que vivió amargada por las secuelas hasta el fin de sus días. Garantías procesales lo llaman.
Las secuelas son, acaso, un desgarro físico y emocional que jamás suturará. Pero lo son también las portadas sensacionalistas y la equidistancia de una sociedad que sigue sin asumir como propia la responsabilidad del reguero de la sangre, también morada, que emana de la mitad de su población.
Las secuelas son, a menudo, el sometimiento, la humillación, la explotación, la violación y el asesinato. Pero también lo son los lamentos, los compromisos vacíos y los puntos morados como única respuesta a las agresiones.
Por un mañana sin miedo, sin dobles juicios ni sometimientos. Por una sociedad que será necesariamente feminista, porque de lo contrario, será cómplice de amenaza y de asesinato.
Nos queremos libres, nos queremos vivas.
Gora emakumon borroka.