Estos días el 25 aniversario del Museo Guggenheim Bilbao está copando los medios de comunicación: directos de radio desde el Museo, documentales especiales en la televisión pública vasca, amplios reportajes fotográficos de la gala del aniversario en los medios impresos, y entrevistas muy variadas con “los padres” del proyecto: arquitectos, ingenieros, urbanistas y políticos, todos ellos hombres blancos que no han conocido sino el privilegio en toda su vida. Se podría pensar que después de 25 años la fotografía actual representaría otra cosa, pero un cuarto de siglo no ha sido suficiente para avanzar en términos de igualdad.
Llama poderosamente la atención que entre tantas loas y alabanzas al Museo Guggenheim Bilbao, los medios estén omitiendo sistemáticamente los escándalos y conflictos que se han sucedido en el icónico Museo. En mi caso, estuve directamente afectada por uno de ellos. Fui becaria en el Museo entre los años 2009 y 2010, cuando un buen día se presentó la inspección de trabajo a hacernos entrevistas a las más de 70 jóvenes que formábamos parte del programa de prácticas. Acto seguido, la inspección levantó decenas de actas por el empleo fraudulento de becas para suplir puestos de trabajo estructurales.
Las conclusiones de la inspección fueron ratificadas años después por los tribunales, ya que en 2013 la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco declaró la existencia de una relación laboral, y no de beca, imponiendo sanciones, tanto para el Museo Guggenheim como para la Fundación Novia Salcedo. Fuimos la última promoción de becarias-precarias que pasamos por allí. Si el ‘Estatuto del Becario’ que acaba de anunciar el Ministerio de Trabajo, que dicta que los becarios no podrán superar el 20% de la plantilla total de una empresa, hubiera estado entonces en vigor, el Guggenheim jamás habría sido viable durante años. Tanto es así que cuando fueron obligados por la inspección laboral a regularizar la plantilla, se perdieron servicios de los que prescindieron al no poder contar con becarios para los mismos.
Pero no ha sido el único episodio que ha empañado el brillo del titanio que recubre este Museo, cuya Fundación incluye entre sus valores el “compromiso por la calidad” y asegura que “el éxito del Museo está unido a la excelencia en su gestión”. Parece mentira que estos días nadie se acuerde de los ríos de tinta que corrieron sobre uno de los mayores desfalcos producidos en una entidad vasca sustentada con dinero público. Y es que su director de Administración y Finanzas, Roberto Cearsolo, robó más de 500.000 euros de las arcas del Guggenheim, apropiándose repetidamente de distintas cantidades y manipulando las cuentas, prácticamente desde que accedió al cargo en el año 1998, y hasta el 2005.
Este desfalco fue descubierto casi por casualidad, a través de otra investigación que llevaba el Tribunal Vasco de Cuentas acerca de la pérdida de 6 millones de euros (otro éxito de gestión) de la Tenedora del Museo en el transcurso de una operación de compra de dólares para la ampliación del fondo del museo en 2005. Cearsolo fue condenado a una pena total de 42 meses de prisión por los delitos de apropiación indebida de las cuentas del Museo y falsedad en documento mercantil. Con ejemplos como este, hace falta tener cara para presumir de excelencia en la gestión.
Lo cierto es que, desde que en 1997 el hoy emérito y por aquel entonces Rey de España, Juan Carlos I, apretara el botón de encendido de luces del Museo en su acto inaugural, ha llovido mucho. Dicho sea de paso, el Borbón amigo de lo ajeno no aparece en las imágenes que estos días nos recuerdan la efeméride, quizá por no estar en sus horas más altas de popularidad. Otra curiosa casualidad. En todo caso, a la hora de echar la mirada atrás, hoy es el día en que muchos aseguran que quienes criticaron este proyecto, hoy se comen sus palabras. Pero que no nos ciegue el brillo del titanio: El llamado “efecto Guggenheim” es hoy incontestable, pero ¿en qué términos?, ¿cómo se mide su éxito? ¿en euros, en número de visitantes, en tasas de ocupación hotelera? Lo cierto es que el Guggenheim nunca fue un proyecto cultural, sino un artificio turístico. De hecho, es conocido que el Gobierno Vasco no envió a nadie de su gabinete vinculado a la cultura a las primeras reuniones, mandató más bien a los consejeros de áreas económicas para negociar lo importante.
Y a pesar de que no se pueda negar el retorno económico con respecto a la inversión que hicieron las instituciones vascas, tampoco se puede afirmar que esa riqueza se haya redistribuido entre todas las capas de la sociedad, ni que el cambio de modelo de ciudad haya beneficiado a todas por igual. Este proyecto puso las bases para la construcción de un nuevo motor económico para la ciudad tras el declive industrial; un modelo de ciudad escaparate, basado en el sector servicios y dirigido a atraer al turismo internacional y grandes eventos que tienen consecuencias colaterales sobre las clases populares: precarización del empleo, dificultades de acceso a una vivienda digna y una ciudad cada vez menos cohesionada en términos sociales.
Pero en este cuarto de siglo, si algo ha sido “marca del museo”, es la precariedad laboral. Muchos y diversos son los conflictos laborales surgidos en el Guggenheim que han acabado en largas huelgas. En 2016 se produjo el primer paro convocado por las 18 personas de los departamentos de educación y orientación del Museo Guggenheim de Bilbao, a los que siguieron muchos más. Estaban en plantilla de una ETT y exigían mejoras en las condiciones laborales así como su subrogación, ya que la nueva licitación estaba a punto de salir. La respuesta del Museo, con el incondicional apoyo del Gobierno Vasco, la Diputación Foral de Bizkaia y el Ayuntamiento de Bilbao, fue no sacar a concurso los servicios que hasta entonces prestaba la empresa y contratar directamente a tres educadoras, echando de facto a la calle a 18 personas. Fueron días de protestas en las que muchas participamos activamente, y tras un duro a la par que largo proceso judicial, la Fundación Museo Guggenheim Bilbao fue condenada en los tribunales por vulnerar el derecho a huelga y obligada a readmitir a las trabajadoras que denunciaron, al considerar nulos sus despidos.
Y sin lugar a dudas, tenemos que recordar y poner en valor la lucha de las limpiadoras del Museo. Al igual que en el conflicto de las educadoras, el modelo de subcontratación de servicios y la precariedad laboral estaban en el origen de las reivindicaciones, pero en este caso, hay que sumar un tercer elemento: la brecha salarial entre mujeres y hombres. Hay que recordar que la mayoría de la plantilla son mujeres, y que llevan prestando el servicio de limpieza en el Museo desde hace 20 años. Su sueldo medio rondaba los 600 euros mensuales, lo que suponía una brecha salarial por razón de género de casi el 50% con respecto a los hombres que trabajan en el sector de limpieza vial. El Museo Guggenheim y la empresa, en cambio, no reconocían la existencia de dicha brecha y se negaban a mejorar sus condiciones laborales. Tras más de nueve meses de huelga, las limpiadoras del Guggenheim lograron un aumento del 20% y el fin de los contratos parciales. De ellas, de las que en la pandemia fueron bautizadas como las imprescindibles, tampoco nadie se acuerda en este 25 aniversario.
A través de la memoria selectiva se puede blanquear y dulcificar el pasado, pero eso conlleva graves consecuencias, entre ellas la renuncia a lo aprendido en el recorrido. Analizar y aceptar las luces y sombras de estos 25 años sería un primer paso para cambiar y mejorar las cosas. Y por todo lo expuesto, más allá de las miles de flores de Puppy, hay mucho que cambiar en el Museo Guggenheim.
Alba Fatuarte – Alternatiba
Publicado en Hordago – El Salto