«Así como el capital define un campo de explotación, la coerción define un campo de dominio, los medios de coerción se centran en las fuerzas armadas, pero se extienden a la capacidad de encarcelamientos, expropiación, humillación y publicación de amenazas» (Charles Tilly).
Seguramente esta cita de Tilly describe el papel del Estado español y la dominación que está estableciendo en Catalunya a través de los medios de coerción. Éstos pueden acumularse o concentrarse igual que el capital para conjugar explotación y dominio y mediante el control que tiene, moldea las estructuras mentales y designa lo que es la identidad nacional.
La sociedad que vivimos se está transformando y busca desesperadamente un espacio que responda a los importantísimos retos que demanda. El mundo camina hacia nuevas experiencias de las que será necesario aprender, y que pueden revestir incluso un carácter fundador desde el punto de vista de las estrategias transformadoras, decía Daniel Bensaid. Los valores o las visiones que tenemos del mundo, y que antes, el Estado nación regulaba, reglamentaba y daba cobijo, han caído en desuso. Hoy, el Estado-nación se ve superado en sus límites estructurales y su papel como Estado se ve debilitado.
Catalunya no escapa a este proceso y está viviendo y sintiendo en sus propias carnes todas las resistencias de un Estado debilitado en su núcleo legitimador que extrae de sus entrañas el más perverso autoritarismo. Desde el Estado surgen soflamas a tropel auspiciadas por una tropa incondicional que arenga la sinrazón desde los poderosos medios de comunicación del Estado, que ponen negro sobre blanco aquello de que «el medio es el mensaje» que era la metáfora que utilizaba Eric McLuhan, para explicar cómo la forma está por encima del contenido.
Está en el manual. Tal y como se configuran las teorías del impacto directo, la psicología de las masas tiene un papel muy relevante que incide en el comportamiento irracional de las masas y su incapacidad para responder a los estímulos de forma mínimamente crítica, allanando el camino para un público masivo que posee un rudimentario sistema comunicativo estímulo –respuesta centrado en la inmediatez, en el carácter mecánico y la enorme incidencia de los efectos.
El «a por ellos, oe» que gritaban las masas enardecidas en Huelva y otros pueblos al despedir al contingente de la guardia civil que se desplazaba a Catalunya, o el «puto vasco el que no bote es», grito con el que recibieron al Athletic de Bilbao en su visita a Valencia, acompañado y acompasado por una coral que repetía mil veces «el viva España» de Manolo Escobar, forma parte de ese comportamiento alentado e influenciado por esas soflamas políticas que inducen a actuar de esta forma, eso sí, con una policía defendiendo, en este caso, «rigurosa y democráticamente» el derecho a la libertad de expresión.
Retuercen hasta el infinito el concepto de democracia y crean una retórica en torno a ella, que no consiste en otra cosa que ordenar, disponer, mandar; cada vez más alejados de soberanías nacionales, de los espacios «normales» de representación y decisión. El chantaje es su modelo «democrático» y las ya de por sí débiles instituciones representativas las han ido neutralizando y vaciando de contenido.
Mientras tanto, contemplamos cómo esa supuesta izquierda, que se considera heredera única de la socialdemocracia, camina como un muerto viviente, como un zombi, navegando a la deriva por un mundo de ficción, sin dejar, como dice Baudrillard, el mínimo espacio para la esperanza política. Una supuesta y presunta izquierda cada vez más denostada, desde donde marcan y dirigen nuestra agenda «moral».
El Estado manifiesta sin rubor alguno, que el sometimiento a las leyes que nos hemos otorgado está en la base de cualquier democracia homologada, mientras utilizan la violencia más extrema sobre todos aquellos que quieren ejercerla a través de su derecho al voto. ¡Es ilegal! ¡Es ilegal!, esgrimen como argumento irrefutable mientras cargan cruelmente contra ancianos y contra mujeres y hombres, indefensos que reclaman algo tan antidemocrático como es manifestar lo que quiere la ciudadanía.
La violencia que ejerce el Estado, también es democrática, nos dicen, dando por hecho que está comúnmente aceptado que la violencia ejercida por los Estados está legitimada porque parte de la premisa de que dicha violencia no es arbitraria, cuando, realmente, lo esencial y fundamental de la violencia es precisamente la arbitrariedad. El Estado la ejerce en nombre de un reconocimiento universal de la representación universalista de la dominación, presentada como legítima.
Pero ya nos recuerda Bourdieu, en relación al monopolio de la violencia, física y simbólica, cuando sostiene que «está inseparablemente unida a la construcción del campo de luchas por el monopolio, por las ventajas propias de este monopolio» siempre a costa de una sumisión que está condicionada por la prohibición de todo aquello que no pasa por el filtro.
Una gran parte de los catalanes se reafirman en la democracia a la vez que niegan que lo que viven sea democracia. Se les niega la legitimidad para intervenir en el espacio público institucional, un espacio, como consideran muchos, secuestrado por una clase política española, profesionalizada, atenazada por los poderes económicos y mediáticos, alejados, cada vez más, de los ciudadanos.
Y como los partidos se aferran a los mecanismos que reproducen su poder, los ciudadanos no tienen otra alternativa que la resignación (producto del miedo al riesgo de la protesta) o la rebeldía extra-institucional presentada en forma escrupulosamente pacífica, como ha puesto de manifiesto ante el mundo la ciudadanía catalana de manera ejemplar y ejemplarizante.
La «razón de Estado» siempre prevalece por encima y por debajo. El Estado controla las estructuras fundamentales de pensamiento, pensamiento incuestionable y por encima de toda duda. Moldea las estructuras mentales de los ciudadanos, designa y construye lo que ha de ser la identidad nacional y lo hace inculcando e imponiendo una cultura dominante que se constituye en cultura nacional legítima. La unificación cultural y lingüística forma parte del proceso legitimador del Estado. El «hay que españolizar Cataluña» del ex ministro de Cultura José Ignacio Wert, forma parte de la concentración del poder.
El Estado tiene el monopolio de la producción de significados que transmiten, nociones, valores e ideologías arbitrarias transmitidas a través de una presunta «neutralidad». La sacrosanta «razón de Estado» consagra la sumisión al orden establecido como creencia primordial, como base del «sentido común» que solamente es cuestionada en situaciones de profundas crisis institucionales donde se pone en cuestión el status quo, como está sucediendo en Catalunya.
La historia está jalonada de múltiples evidencias y constataciones, de cómo los Estados son productores, en serie, de catástrofes y guerras cometidas en nombre de la «Razón de Estado». El ejemplo de las Guerras (las más recientes de Libia, Irak y Siria) pone al descubierto hasta qué punto los Estados, en nombre del sagrado «interés general» arrastran a la barbarie más absoluta, pero no importa, el juicio del Estado es «el juicio final».
Mientras tanto, los subalternos del poder, agitan la coctelera con soflamas patrioteras del estilo de «los sediciosos han despertado al toro español» que clama con furia el delegado del Gobierno en Aragón, o las de un Alfonso Guerra desatado que no descarta enviar al Ejército a Catalunya si la policía no se basta para sofocar el «golpe de Estado». La verdad es que «son de armas tomar» y dan miedo.
Publicado en Naiz