¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?
Joxemari Carrere
A la hora de hablar sobre cultura surge un primer problema en torno a la definición de la misma. ¿Qué es la cultura? ¿Cómo se define? Seguramente es algo que cada cual, aunque no exactamente, podemos sobreentender. De todas maneras si preguntamos a cualquiera, hasta a nosotros mismos, sobre lo que entendemos por cultura, las definiciones serán dispares. Esta dificultad ha tenido sus vaivenes a lo largo de la historia. Desde su definición en relación a la agricultura, que utilizaban allá por el siglo XVIII, hasta las actuales, las reflexiones en torno a este tema han sido expuestas por filósofos, políticos, antropólogos, etnólogos y, si me apuran, por la tertulia habitual del poteo. Ya los griegos hablaban del cultivo del alma humana para el desarrollo de la persona. Mucho más tarde se entendía el desarrollo de la cultura como el paso del ser humano de la barbarie a la civilización. Una persona culta sería una persona civilizada. En esta continua evolución de los intentos por definir la cultura, los mismos momentos históricos condicionan su entendimiento. Así, la Ilustración, base ideológica de la Revolución Francesa, hacía hincapié en la cultura como instrumento liberador de las personas desde una perspectiva universal y, al mismo tiempo, individual. La cultura como rasgo distintivo del ser humano ante el ser animal, como creación humana a lo largo de los siglos, como signo de progreso, como característica universal, impregna el cambio que trae la ilustración. Con ello el cultivo de las artes y la ciencia sufre un impulso tanto técnico como filosófico que marcará el devenir de las sociedades a partir de entonces. Ante este pensamiento tenemos a los filósofos románticos alemanes con la idea de lo cultural como definitoria de una identidad propia, surgiendo el concepto de distintas culturas en función de distintas identidades nacionales; desarrollando la idea de la cultura como característica definitoria de diferentes sociedades humanas, de un mundo heterogéneo y diverso, ante el concepto de universalidad. El orgullo nacional definido por una cultura propia y diferente de otras. Estos dos posicionamientos en torno a la cultura llegan hasta nuestros días, cruzándose, complementándose a veces, marcando, del mismo modo, posturas políticas muchas veces antagónicas. En definitiva, que esta cuestión de definir la cultura viene siendo un verdadero quebradero de cabeza, dada su importancia a la hora de entender el desarrollo de nuestras sociedades y su estructuración, tanto social como política.
Pero entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura? Tratar de buscar una definición actual de su significación no es tema baladí, aún sabiendo que, tal y como nos enseña la historia, sea, quizás, algo transitorio y , seguramente, subjetivo. La importancia de esa necesidad hoy en día, viene dada por el lugar que ocupan las políticas culturas en las distintas administraciones que nos gobiernan. Las dinámicas culturales están condicionadas casi en su totalidad por dichas políticas, tanto directa como indirectamente, a través de ayudas económicas o de infraestructuras. Todas esas políticas, si bien están envueltas en discursos parecidos, no llegan a definir claramente ese conglomerado que llamaríamos cultura y se limitan a ofrecer una serie de servicios dirigidos a la sociedad en los que prevalece la idea de permitir un amplio acceso al consumo de propuestas culturales, en clara relación con el uso del tiempo libre.
La cultura como industria
Volviendo a las definiciones, el departamento de cultura de la Diputación Foral de Gipuzkoa, en la presentación de los presupuestos de 2016, definía la cultura como “un sistema de valores que estructura la sociedad. Un instrumento para la convivencia y la transformación social”. Dentro de esta definición proponían la actuaciones en el sector bajo dos premisas: el acercamiento de la cultura a la ciudadanía e impulsar las industrias culturales como fuente de riqueza y empleo. El mismo diputado de cultura Denis Itxaso, del PSE-EE, al anunciar la creación de una Unidad de Participación e Innovación Cultural, con el objetivo de gestionar los grandes proyectos estratégicos, presentaba dicha unidad como “una muestra de nuestra voluntad de desarrollar iniciativas culturales transformadoras que sean palanca de cambio en el modelo cultural”. Vemos, pues, cómo las instituciones, en este caso la Diputación de Gipuzkoa, entienden el desarrollo cultural a través de grandes inversiones en infraestructuras, con el objetivo, antes mencionado, de que la cultura sea una palanca de cambio y transformación social. Pero si nos fijamos bien, todo ese cambio viene impulsado por las grandes infraestructuras y el impulso al consumo cultural, siendo estos dos puntos claves en su gestión pública, bajo la idea de generación de empleo y riqueza, no cultural sino económica.
Vamos viendo, entonces, que cada vez más el impulso a la cultura viene asociado a un intento de desarrollo económico que, a modo de binomio fantástico, ayudará a generar dinámicas de bienestar y modernidad en las personas. Se nos muestra, así, la cultura ligada a la economía, siendo las instituciones públicas las generadoras y promotoras de ese impulso. Todo ello hace que el concepto de industrias culturales tenga cada vez más protagonismo, presentando a éstas como el motor de la cultura en nuestra sociedad. Desde ese punto de vista, la gestión de la cultura se ve supeditada a un concepto de mercado en el cual las llamadas industrias culturales son la piedra angular de un sector identificado, no ya con esa esperanza de buscar el desarrollo intelectual y humano de las personas, sino como dinamizador económico. En ningún momento, en cambio, se pone en cuestión el modelo económico por el cual se regirán dichas industrias y dinámicas económico-culturales. Vivimos en una sociedad basada en una economía capitalista en la cual es el mercado quien manda, quien ejerce presión para que la sociedad viva supeditada a las necesidades de dicho mercado; las cuales no buscan el necesario desarrollo social, cultural y libertario de las personas que la componen, no beneficiándose la inmensa mayoría de dichas dinámicas mercantiles, sino padeciéndolas. Unas industrias culturales integradas en una economía cultural que no cuestiona el modelo mercantil del que participa, no hacen sino perpetuar dicho modelo a través de una transmisión cultural cuyo objeto es el beneficio económico, lo cual condicionará indefectiblemente tanto el modelo de oferta cultural como el tipo de contenidos ofrecidos. Una economía cultural basada, dado el modelo capitalista en el que se insertan, en la oferta y la demanda, no podrá arriesgar en propuestas culturales que pongan en cuestión la plusvalía que deviene de las dinámicas del mercado capitalista. Las industrias culturales integradas en dicha economía impulsarían una oferta cultural basada en la ocupación del tiempo libre que las clases trabajadoras disfrutan, tiempo libre que se inserta dentro del esquema laboral capitalista, según el cual el tiempo de asueto no es más que el tiempo necesario para poder seguir produciendo; por lo cual dicha idea de tiempo libre no es tal desde el momento que forma parte de la cadena de producción capitalista. La oferta cultural desarrollada en dicho tiempo no podrá poner en cuestión, aunque pueda pretenderlo formalmente, esa relación laboral-social, ya que estará inserta en una idea ocupacional del tiempo libre, complementaria al tiempo de ocupación laboral.
La izquierda y la cultura
Ante este modelo de desarrollo cultural la izquierda debería impulsar otro no basado en la idea de una economía cultural que nos viene dada por el modelo económico en el que vivimos, sino inspirado por otro tipo de pensamientos que huyan del concepto economicista de la cultura así como de la idea de un tiempo libre meramente ocupacional relacionado con el tiempo de trabajo asalariado. Y es importante que lo haga no solo por la importancia que tiene a la hora de pensar una sociedad organizada en base a otros valores, sino también por la responsabilidad que tiene cuando gestiona instituciones en las cuales la cultura se provee de importantes recursos económicos y estructurales, tratando de impulsar la estructuración social a través de los mismos. Una izquierda que se considere transformadora, revolucionaria si se quiere, no puede pasar por esta cuestión sin plantearse las bases en las que se sustentan sus políticas culturales, así como su praxis, no solo a la hora de gestionar distintas instituciones, sino en su política general. Una izquierda que trabaje por una sociedad más justa, igualitaria y liberadora, no puede dejar en manos de las leyes del mercado las condiciones económicas y laborales de los trabajadores de la cultura, más bien al contrario, del mismo modo que en otros sectores sociales, debería bregar para que los creadores puedan trabajar en condiciones dignas, ya que el fruto de su creatividad es lo que posibilita, además de otros dinamizadores, que la cultura exista. No puede haber literatura sin escritoras, ni teatro sin dramaturgos, actores, técnicos… La danza no existiría sin personas dedicadas a ella, ni música sin músicos. Del mismo modo debería preocuparse por facilitar a los activistas culturales poder llevar a cabo sus proyectos sin que las burocracias los ahoguen. Debe impulsar y promocionar en la sociedad la importancia de la cultura como un bien social, tal y como lo son la educación o la sanidad, en contraposición a las ideas y dinámicas crematísticas; trabajando para que la sociedad en la que vivimos dé importancia al saber, al pensamiento crítico, al desarrollo intelectual y a los procesos creativos como riquezas en si mismas, no cuantificadas en monedas, sino en bienestar social.
Una izquierda que se considere transformadora, que trabaje sinceramente por el cambio social, tiene que reflexionar seria y profundamente sobre las políticas culturales a impulsar tanto desde las instituciones en las que trabaja como fuera de ellas. El enriquecimiento cultural de los miembros que componen dicha izquierda, así como de la sociedad en general son indispensables para el cambio social; el impulso del activismo cultural ha de ser una de las tareas de la izquierda para no dejar en manos exclusivamente de las instituciones y los agentes económicos una de las bases que cohesionan la sociedad. Las políticas culturales impulsadas por las instituciones tienen que complementarse con las dinámicas populares que se desarrollan fuera de ellas, prevaleciendo el interés público frente a los intereses económicos. Una izquierda que se precie de serlo, debe reconocerse en una cultura no consumista, que huya del concepto de mero entretenimiento al que es abocada sin piedad. Una economía cultural basada en un concepto capitalista de relaciones económicas nos lleva, paradójicamente, a una aculturación de la sociedad, relegándola a un imaginario filtrado por los intereses del mercado, más interesado en su propia existencia que un verdadero desarrollo cultural y social de las personas.
Quizás la cuestión hoy en día no es tanto devanarse los sesos en tratar de definir la cultura, cuestión interesante en sí misma, sino reflexionar sobre la ideología en la que se sustentan las actuales políticas y dinámicas culturales; identificar los intereses a los que sirven; impulsar dinámicas y políticas que sirvan a las personas que componemos la sociedad, que tengan como base potenciar los impulsos creadores, intelectuales y liberadores de las personas; que defiendan a los creadores y creadoras ante el mercado, establezcan la cultura como un bien social a defender y divulgar, alejadas del concepto de un sistema ocupacional del tiempo libre. En definitiva, entender la cultura como un bien que nos enriquece como personas y no como un nicho de mercado.
Publicado en GARA