La afirmación de que el liberalismo preconiza el Estado limitado, o lo que es lo mismo, el no intervencionismo del Estado en la economía y el carácter autorregulatorio de la misma, (aquel principio liberal de la separación de la política de la economía), paradojas de la vida, salta por los aires para consagrar el intervencionismo puro y duro del Estado. El liberalismo, la gran mentira conceptual, no ha pasado repentinamente de gobernar lo menos posible, a gobernar absolutamente todo. El capitalismo nunca ha sido liberal, siempre, necesariamente, ha sido capitalismo de estado. El estado interviene, ahora y con anterioridad, para salvaguardar los intereses de las élites económicas y financieras, a la vez que impone a la población, a la ciudadanía, el pago de los costes políticos y económicos.
Las medidas intervencionistas que los estados están adoptando, que algunos ingenuos (o interesados) entienden como coyunturales, definen bien cuál es esa condición “liberal” de la naturaleza del liberalismo. Los mecanismos del capitalismo de estado para su dominio y explotación son múltiples y variados. El capitalismo no tiene una estructura unívoca, más bien está en permanente transformación, adaptándose a un mundo nuevo al que quiere dominar.
Planes de estabilidad presupuestaria, control de la deuda pública, programas de sostenibilidad financiera, no son otra cosa que la aplicación del catecismo neoliberal, de ese capitalismo que nos invade, que expresan una relación de poder, que trasladado al ámbito político muestran lo que podríamos denominar la “antidemocracia”. Su aplicación se presenta (siempre bajo la cobertura de un lenguaje riguroso) como coherente, racional y efectiva, necesaria e imprescindible para fortalecer la confianza en la estabilidad de la economía y para reforzar los compromisos adquiridos en los marcos políticos y financieros que el neoliberalismo ha ido construyendo de la mano de políticas económicas de casino y de políticos en nómina. Fuera de esa ortodoxia macro-económica no hay alternativa y el mensaje para los más pobres, para los ciudadanos de a pie, no puede ser más concluyente, porque no deja espacio para los sueños y los soñadores. La política que acompaña a esta versión del capitalismo separa lo posible de lo imposible. Estamos condenados al fuego eterno.
un sistema democrático que progresivamente se ha ido desenganchando de esa utopía de la libertad que traían consigo los valores de la modernidad
Liberales y socialdemócratas compiten (aquí sí, frenéticamente) por ser los mejores gestores del capitalismo. Ambas facciones del actual espectro político cazan y pastan en el mismo terreno, y como dice Zygmunt Bauman “tratando de vender su producto político a los mismos clientes”.
La izquierda, afirmaba Saramago en la entrada de su diario del día 9 de junio de 2009, “no parece haberse dado cuenta de que ha llegado a parecerse en gran medida a la derecha. La izquierda, que en el pasado logró representar una de las grandes esperanzas de la humanidad”, continuaba Saramago, “se ha apartado de sus aliados naturales: los pobres, los necesitados, pero también los soñadores… Se ha vendido a la derecha, y ya no es posible votar a la izquierda si la izquierda ha dejado de existir”.
Releyendo uno de los documentos que integraban las Resoluciones y documentos del II Congreso del Movimiento Comunista celebrado en Leioa en abril de 1978, se percibe que la reflexión sobre la naturaleza de la democracia liberal ya existía. En esas resoluciones se afirmaba que el más democrático de los regímenes parlamentarios no pasaba de ser, en efecto, más que limitadamente democrático para el pueblo y para todos los sectores oprimidos por el capitalismo. Las formas de representación democrática, se decía, no permiten nunca la auténtica expresión de la voluntad popular, es decir, no posibilitan el pleno ejercicio de la soberanía. Bajo la fachada representativa, democrática, se escondía antes y se esconde ahora la dictadura del capitalismo, la violencia organizada y la explotación del pueblo.
Estudios demoscópicos muestran cómo cada vez es mayor el número de personas que no muestran entusiasmo (ni siquiera interés) por un sistema democrático que progresivamente se ha ido desenganchando de esa utopía de la libertad que traían consigo los valores de la modernidad. El nuevo espíritu de la democracia (Loïc Blondiaux, 2008) habla del escepticismo, cada vez mayor, de la ciudadanía respecto de la democracia y a todo lo que acontece en los pasillos del poder que es sin duda atribuible al cada vez más flagrante carácter ilusorio de la participación de la ciudadanía en los procesos políticos.
Detrás de todas las afirmaciones que ensalzan la democracia, la libertad y los derechos humanos, se ocultan los más cínicos cálculos económicos y estratégicos. Los niveles de poder real han sido asimilados por las élites financieras, a los que les importa bien poco lo que quiere o necesita la gente común. “Los ricos tocan la melodía y los políticos bailan…” decía Bob Herbert, bailan y cantan solo, a capella, sottovoce o pianísimo, bajo la batuta de los poderosos, se podría añadir.
Arthur Koestler, en otra época crítica de la democracia, durante el periodo de entreguerras, reflexionaba de manera certera sobre el sentido de la democracia. «…pronunciábamos la palabra democracia con gran solemnidad, como si orásemos, y al poco, la más grande de las naciones de Europa votó y llevó al poder, mediante métodos perfectamente democráticos, a los asesinos de la democracia”. Proseguía Koestler, “rendíamos culto a la voluntad de Las Masas y estas querían muerte y autodestrucción. (…) El progreso social por el que luchábamos se convirtió en un avance hacia el campo de concentración: nuestro liberalismo nos hizo cómplices de tiranos y opresores; nuestro amor por la paz invitó a la agresión y condujo a la guerra», concluía su descripción del más desolador de los panoramas.
Fernando Vallespín en un artículo titulado “La democracia es frágil”, nos recuerda como Huxley en su carta a Orwell, agradeciéndole el envío de su libro 1984, establecía una distinción interesante entre dos formas de concebir la tiranía que nos espera: la que vendrá a través de la represión, “instigando y empujando a la obediencia” (el modelo Orwell); o la que se impondrá mediante la sugestión y la seducción, haciendo que seamos inducidos a “amar nuestro sometimiento” (el modelo Huxley).
De esa “seducción”, de esa manera de “amar nuestro sometimiento”, trata también el artículo de Constanza Lambertucci titulado: “Un día en un pueblo” en dónde Lambertucci cuenta como una votante de 54 años, del partido Vox, en un pueblo de Burgos, Cardeñuela Riopico, pueblo que tiene a gala el honor de disponer de uno de los tres alcaldes del partido que dirige Santiago Abascal, desgranaba los principios por los que se había decidido a votar por VOX: “El país está muy feo. Cataluña está desbordada. Andalucía hace lo que quiere, y al resto de comunidades no les dan nada”. Recordaba, asimismo, al dictador Francisco Franco, y categorizaba: “Yo tenía 11 años cuando murió, pero recuerdo que no nos faltaba nada”. Lo importante, y esta es la mayor preocupación de los vecinos, decía, es la restauración del retablo de Santa Eulalia que llevamos esperando mucho tiempo. Como vemos su voto se sustenta en principios sólidos.
Y esto no parece ser una excepción. El mundo totalitario del que habla Aldous Huxley en su obra Un mundo feliz, forma parte de la condición humana que insistentemente tiende hacia su autodestrucción, que quizás demanda un mundo “eficaz” en el que los todopoderosos y sus colaboradores gobernarían una población de esclavos sobre los que no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre “inducirles a amarla es la tarea asignada a los Ministerios de Propaganda, a los directores de los periódicos…”.
Ojalá no sean premonitorios los augurios de Aldous Huxley y de George Orwell pero lo cierto es que las cosas no apuntan bien
La sociedad (al menos gran parte de ella) se mueve entre la ignorancia y el negacionismo. Sugería Daniro Zoilo que estamos en presencia de lo que se podría calificar de “teleoligarquía posdemocrática: una posdemocracia en la que la inmensa mayoría de los ciudadanos no escoge ni elige, sino que ignora, silenciosa y obedientemente”.
Ojalá no sean premonitorios los augurios de Aldous Huxley y de George Orwell pero lo cierto es que las cosas no apuntan bien. Acerca de “la ética de la incertidumbre” escribía Hans Jonas: “Si algunos predican una catástrofe y otros niegan su predicción, lo más seguro es alinearse con los profetas funestos…”. Igual, para ser libre, uno tiene que querer ser libre, y no sé si todos estamos por esa labor.
Josu Perea Letona – Alternatiba