El mundo camina hacia nuevas experiencias de las que será necesario aprender, y que pueden revestir incluso un carácter fundador desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria para el presente siglo.
Las décadas de ascenso imparable del neoliberalismo han coincidido con severas decepciones y retrocesos de los movimientos revolucionarios.
Ha calado hasta los huesos el discurso imperante de considerar que los disturbios, en clave social y política, son provocados por jóvenes sin ideología, que la violencia solo genera más violencia, o que los disturbios favorecen la represión policial. Estos han sido argumentos que gozaban de gran consenso en décadas pasadas, pero que cada vez se ven más cuestionados.
Tan crecido ha estado el sistema que hasta intentaron (seguro que no cesan en su empeño) trasladar a las periferias de las ciudades los espacios definidos para las protestas y manifestaciones de los ciudadanos, evitando interrumpir el “buen” funcionamiento de la actividad ciudadana para su goce y disfrute. Así, pretendieron instalar espacios conocidos popularmente como “manifestódromos” donde la gente pudiera desahogarse gritando «a capela» o megáfono en ristre.
Vivimos tiempos, donde los problemas de gobernabilidad obligan a los de abajo, a los de siempre, a integrarse en un sistema atrapado por su propia utopía frenética. No obstante, como demuestran las numerosas protestas y revueltas, la ciudadanía está perdiendo (ha perdido) la fe en un sistema que solo se representa a sí mismo. Como señala Romain Huet, cada vez es más evidente la imposibilidad de influir políticamente expresando solamente la indignación en forma pacífica.
Por ello se empieza a considerar que las protestas contemporáneas, en dónde ha surgido con fuerza la violencia material, pueden ser de alguna manera eficaces. Así muchos analistas, como el profesor Manuel Cervera-Marzal explican cómo en la década de los años 60 y 70 del pasado siglo, las movilizaciones en las democracias occidentales obligaban a la patronal a hacer concesiones, pero todo cambió con la contrarrevolución neoliberal de los ochenta en la que la mayor parte de la ciudadanía salimos derrotados mundialmente.
Hoy, vuelven a estar presentes aquellas vías de acción directa que propiciaban la participación y el protagonismo de trabajadores/as, indignados/as y otros colectivos demandantes de reivindicaciones sociales y políticas. Son vías de acción construidas sobre las bases de mayor combatividad, compromiso y riesgo colectivo que golpean a los poderes y no están sujetas a los límites de una legalidad restrictiva (ley mordaza pongamos por caso), vías, en definitiva, que desarrollan y propician la democracia interna, la educación combatiente.
Estas formas de contestación social no se van a permitir nunca legalmente, ni tampoco se permitieron cuando formaban parte de la protesta cotidiana, pero no por ello dejaron de estar presentes en las fábricas, en las universidades, en las calles, y siempre estuvieron en contraposición a aquellos que de forma fundamentalista solo defendieron y defienden la violencia del Estado con las fórmulas más brutales de coerción.
Estos que persiguen y reprimen las protestas son aquellos que permiten que la pobreza social haga estragos, aquellos a quienes les va la supervivencia el mantener su situación de privilegio, a quienes superponen la primacía del “Ganador” o “Triunfador” frente a los supuestos deméritos de las mayorías perdedoras, a quienes pretenden liquidar las conciencias sociales refractarias a semejantes manipulaciones interesadas y perversas. Es a ellos a quienes les corresponde legitimar al Estado como depositario de ese legado del uso exclusivo de la violencia.
Ellos son los que aplican a rajatabla la dialéctica del fin y los medios. Siempre ha sido así. La historia pasada y reciente está llena de ejemplos en el sentido de que los poderes dominantes han utilizado la violencia más extrema contra las minorías sociales, nacionales, raciales, religiosas, que le han discutido ese exclusivismo armado, casi siempre por razones prosaicas: controles territoriales, económicos, espacios comerciales, conflictos de influencias, imposiciones de políticas favorables a las balanzas económicas propias.
Decía Bourdieu en relación al monopolio de la violencia (física y simbólica) que ésta “está inseparablemente unida a la construcción del campo de luchas por el monopolio, por las ventajas propias de este monopolio” y por supuesto a costa de conseguir la sumisión de todo aquello (todos aquellos) que no pasan por el filtro de los que aplican ese monopolio de la dominación.
Así vemos, como está comúnmente aceptada la legitimación de la violencia del Estado, bajo el argumento de que esa violencia no es arbitraria, cuando realmente lo esencial y fundamental de la violencia es precisamente su arbitrariedad, que el Estado la ejerce en nombre de un reconocimiento universal de la representación universalista de la dominación, siempre presentada como legítima.
El capitalismo y los estados usan la violencia a diario para imponer sus posiciones de dominio. (…) “es aterrador que a lo largo del siglo XX” señalaba Carlos Fernández Liria “no podamos encontrar un solo ejemplo donde tras el triunfo anticapitalista en unas elecciones no se haya dado un golpe de estado o una interrupción violenta del orden democrático” Es evidente cómo se las gasta el capitalismo para preservar su dominio. ¡Qué cerca tenemos a Bolivia!
El desencanto y desasosiego que manifiesta la sociedad y los jóvenes en particular, el descrédito de la política y los políticos, son la expresión del fracaso de un modelo social que es incapaz de abordar un problema endémico derivado de un contexto donde la ofensiva del neoliberalismo ha logrado su gran objetivo, que le ha servido y le sirve para afianzar su hegemonía a costa del empobrecimiento general de la sociedad, en el que la juventud es utilizada como mercancía de bajo coste.
Los jóvenes detectan este problema, y lo mismo que la sociedad en general, se mueven en la incertidumbre de estar instalados en un modelo que hace aguas por todas las partes y con el que tienen que confrontar más allá de la legalidad establecida, por lo que se encuentran legitimados para cuestionar la legalidad vigente y cambiarla.
Negras tormentas agitan los aires… comenzaba el himno anarquista “A las barricadas”, que evocaba agitaciones populares pretéritas, pero cada vez más presentes en los procesos de lucha por la emancipación y la justicia social. Enric Bonet, en un extraordinario artículo que publicó el diario Público (24.11.19) analiza la importancia de las violencias materiales de los chalecos amarillos en Francia que de alguna manera logró frenar la ofensiva neoliberal del presidente francés Emmanuel Macrón. Chile, Hong Kong, las protestas en Bolivia contra el golpe de estado a Evo Morales, el independentismo catalán y tantos otros movimientos que se están dando en el mundo, ilustran perfectamente los nuevos derroteros que la contestación social está tomando dentro de un proceso de regresión democrática propia de la globalización neoliberal que cada vez se manifiesta con más claridad y virulencia a través de una represión que aumenta exponencialmente.
La mayoría de los movimientos que van surgiendo rompiendo el consenso de protestas pacíficas, comenzaron precisamente sus protestas de forma pacífica. Muchos de ellos comparten métodos para confrontar con un poder muy fuerte, afirma Huet “En Hong Kong se hicieron gráfitis en homenaje a los chalecos amarillos, también en Chile” explica la historiadora Mathilde Larrere, quien considera que existe una circulación de tácticas de guerrilla urbana de unos espacios a otros, como ocurrió en Catalunya con la ocupación del aeropuerto del Prat que se inspiró en el mismo tipo de protesta.
Esta historiadora considera que se está produciendo un endurecimiento a nivel mundial del mantenimiento del orden público «Policías y militares dispararon con balas reales contra manifestantes en Chile, Irak (con más de 319 muertos) o más recientemente en Bolivia en las protestas contra el golpe de estado a Evo Morales. Pero también resulta inédito desde el Mayo del 68 el balance de la violencia policial en los últimos doce meses en Francia: 2 muertos, 2.448 heridos, 315 manifestantes con heridas en la cabeza, 24 que perdieron un ojo, 5 que se quedaron sin una mano…»
Mucho y muchos debemos reflexionar cómo resistir a esa tiranía, que viene a través de la represión y de los mecanismos que tiene el capitalismo para su dominio y explotación, que es capaz de arrastrar a toda la humanidad hacia el desastre más absoluto. Se trata de articular, por lo tanto, modos de resistencia si no queremos que seamos inducidos como decía Huxley a “amar nuestro sometimiento”. Es necesario que reactivemos nuestra conciencia colectiva al grito de otro mundo es posible. Daniel Bensaid, en su ensayo Cambiar el mundo reflexiona y se rebela contra esa idea derrotista de pensar que el futuro está condicionado históricamente.
Tomando como ejemplo las movilizaciones en Francia vemos que las protestas se mueven entre los movimientos pacíficos que protestaron contra la reforma de las pensiones de Nicolás Sarkozy donde se movilizaron más de 1,5 millones de personas sin conseguir logro alguno y el surgimiento de los chalecos amarillos contra la injusticia social que logró frenar la ofensiva neoliberal del presidente francés Emmanuel Macron. Anverso y reverso de un debate que surge con fuerza y que ha estado presente en todos los movimientos políticos a lo cargo de la historia.
Josu Perea – Alternatiba
Publicado en NAIZ