Asier Vega – Alternatiba
Más alto quizá, más claro imposible, más voces… todo se andará. La reivindicación por la paz y los derechos humanos que llenó las calles de Bilbao el pasado 11 de enero fue la más numerosa que se recuerda en estas latitudes, aunque lamentablemente, el mérito de la convocatoria es compartido. Y es que ha contado con la inestimable ayuda de un régimen político que en su huida sin freno hacia el estado de excepción, está logrando lo que muchos agentes sociales han soñado pero no han conseguido en las últimas décadas: lanzar a más y más gentes a las calles para reclamar derechos y dignidad; desde Euskal Herria hasta los Països Catalans, pasando por las miles de plazas a rebosar para denunciar recortes, desmanes y ataques como el de la reforma del aborto, por citar el último y uno de los más graves, habida cuenta de que atenta contra la mitad de la población.
De regreso a Euskal Herria, cabe recordar que cada año, el primer o segundo sábado de enero, colectivos que defienden los derechos de las personas presas convocan una manifestación que saca a la calle a decenas de miles de personas. Ya se hacía antes del cese de la actividad armada de ETA- curiosamente, entonces no se ilegalizaban estas convocatorias- y se han seguido realizando a posteriori. Más allá de las falacias de los acólitos de la herencia franquista, estas manifestaciones han tenido un objetivo bastante más elemental, y menos diabólico, que lo que han tratado de vender: exigir el fin de la dispersión que castiga e incluso mata a familiares y allegados de las personas presas; la excarcelación de personas gravemente enfermas o incurables; y el fin de medidas sin base legal para alargar las condenas.
En resumen, que se acabe la política penitenciaria punitiva y de excepción que se viene imponiendo a las y los presos vascos desde los sucesivos gobiernos españoles. Habrá quienes desde el odio, más o menos comprensible según sean víctimas o traficantes del dolor de las mismas, insistan en confundir justicia con venganza, pero lo único innegable es que la sociedad vasca reclama la restitución de derechos, la resolución definitiva del conflicto y la paz. Euskal Herria habla claro, por más que no exista interlocutor.
Cuando el juez Velasco decidió prohibir la manifestación del sábado, tuvo un único logro y el dudoso –para el régimen español al menos- mérito de lograr reunir tras la misma pancarta a los partidos que conformamos EHBildu y al PNV, junto a los sindicatos ELA y LAB. Es curioso, cuando no cómico, comprobar como cada paso del Gobierno del Reino español fortalece a quienes dice combatir. Hay quien se apresura a ver, y teme, un pacto nacionalista donde en realidad tan solo hay un ejercicio de responsabilidad para frenar el enésimo ataque contra los derechos fundamentales de la ciudadanía vasca, entre ellos el de manifestación.
Esa conjunción de siglas no es sino el resultado del torpedeo constante por parte del régimen español contra la pacificación y la normalización política de este país. No contentos con no contribuir lo más mínimo al proceso tras el final de una de las violencias que formaban parte del conflicto, con no mover un dedo para acabar con la excepcionalidad de la política penitenciaria –salvo en lo que Estrasburgo les ha obligado-; han seguido persiguiendo, ilegalizando y encarcelando a hombres y mujeres cuyo único delito demostrable es la defensa de derechos de personas presas o la interlocución con las mismas. Ahí están las recientes operaciones contra Herrira o las y los abogados defensores del colectivo de presos políticos vascos (EPPK), que son tan solo un suma y sigue en la política suicida de una casta dirigente que utiliza la justicia a su antojo.
Mención aparte merece la respuesta del que probablemente sea el ministro de interior más torpe desde los tiempos del caudillo. Y no solo porque se le ocurra valorar la manifestación desde Israel, mientras homenajeaba a un genocida con bastantes más muertos a sus espaldas que el conjunto de organizaciones armadas existidas en Europa en el último medio siglo; tampoco porque sea el ministro que llegó a decir que “el aborto tiene algo que ver con ETA”. Es torpe por asegurar que “la política penitenciaria no cambia por una o dos manifestaciones”; frase que, en primer lugar, certifica lo excepcional y arbitrario de una política ad hoc para las y los presos vascos. Y en segundo lugar, porque debería cuidarse de negar la capacidad de la ciudadanía indignada a la hora de cambiar las cosas, sirva de ejemplo Gamonal, porque nadie suele recordar cuántas plazas se llenaron de protestas la víspera del asalto al palacio de invierno de turno.
Que desde Euskal Herria podamos construir un camino que nos lleve, entre otras cosas, a decidir nuestro destino, requiere mucho más que una pancarta y un juez temerario. A la derecha vasca, no basta con pedirle que en un momento dado elija entre manifestarse junto a una mayoría social de su país o mandar a la policía autonómica a aporrearla -aunque desde luego ha de celebrarse que optaran por lo primero-, hay que exigirle mucho más. Por ejemplo, que deje de asumir recortes y reformas –cuando no apoyarlas abiertamente o negociar las migajas de las mismas-; que deje de resignarse a gestionar la miseria que nos imponen quienes asumen la lógica capitalista que la banca impone y las instituciones europeas gestionan; que construya país defendiendo una banca vasca pública en lugar de llevar a Kutxabank a la privatización; que abandone la política de las grandes infraestructuras sin beneficio social alguno y que se muestre insumiso antes reformas como la del aborto haciendo uso de las competencias con las que cuenta el Gobierno Vasco en la actualidad.
En cualquier caso, el 11 de enero tuvo un gran protagonista muy por encima de las siglas de los partidos: la ciudadanía. Y pobre de quienes se obstinen en no querer entender que las decisiones populares no las paran los gobiernos, ni las polícias, ni los ejércitos.
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