Las democracias parlamentarias están sumidas en una crisis de legitimidad sin precedentes, salpicadas de corrupciones, y cada vez más alejadas de las demandas sociales. Sometidas incondicionalmente a las leyes del mercado, están llevando a la sociedad a una verdadera contrarrevolución cultural de consecuencias sociales imprevisibles.
Aquel principio de la democracia liberal que consagraba de forma categórica la igualdad política de todos los ciudadanos, garantizada a través de los derechos individuales, del pluralismo y del control del poder político, que garantizaba aquello de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no deja de ser en estos días una entelequia simbólica.
De la mano de la democracia y del capitalismo (binomio inseparable) estamos viviendo tiempos inciertos contemplando como en esta era de la globalización, esta forma extrema del capitalismo, cada vez se distancia más (hasta hacerlo incompatible) de las instituciones sociales y políticas existentes. Una de las consecuencias de este alejamiento es la fragmentación de lo que antes denominábamos sociedad y el derrumbamiento de las antiguas categorías de clase, que fueron elementos básicos de la sociedad industrial en las que se centraban todas las lógicas de la acción social.
La invasión que realizan estos mercados sin control en una sociedad como la nuestra, totalmente mercantilizada, para apropiarse de valores cívicos, de los compromisos morales y del bien común a través de mecanismos puramente economicistas, se manifiestan continuamente. Vivimos unas democracias en donde se nos presenta al capitalismo como garantía para la pervivencia de los valores morales como un régimen social de civilización en el que los valores del mercado se imponen a los valores de la vida.
En la izquierda está desapareciendo la aspiración al gran cambio, porque en el terreno ideológico y cultural este capitalismo neoliberal se ha impuesto como el sumun civilizatorio que nos está conduciendo a esa filosofía pesimista de la historia que estimula más el retraimiento que la rebelión o la indignación; que lejos de movilizar y politizar solo puede contribuir a aumentar temores, resignación y una escasa participación Es la melancolía de la izquierda, un estado de ánimo que nunca ha formado parte del relato canónico de la izquierda, propensa (casi siempre) a celebrar triunfos gloriosos más que derrotas trágicas.
Los dirigentes políticos de Estados Unidos, los gendarmes del mundo civilizado y campeones del fundamentalismo de mercado, hablan de la democracia y de sus valores, a calzón quitado, hasta el punto de plasmar entre sus principios la necesidad y la intención clara de diseminar los valores democráticos por el mundo a base de misiles Tomahawk o de misiles Patriot de largo alcance, subsónicos, inteligentes, de gran precisión, con capacidad para destruir y matar a cientos de miles de víctimas «colaterales» en nombre de «La teoría democrática del dominio» con el objetivo, según ellos, de hacer el mundo seguro no solo para la democracia sino a través de la democracia. Tal cual lo dicen, y tal cual actúan.
Estas teorías impulsadas por los neoconservadores en Estados Unidos y señaladas por politólogo Justin Vaïsse en su síntesis sobre el neoconservadurismo son las que impulsaron a intervenir en Irak y en Siria, y las que de manera simplista se enarbolaron como camino para transformar todas las dictaduras en democracias, porque asegurarían, según los neoconservadores de la tercera ola, la paz universal finalizando con las llamadas «ideologías de la violencia» Estas teorías defendidas desde los potentes Think Tanks neoconservadores como el American Entreprise Institute, fueron tenidas en cuenta con la llegada de muchos de sus miembros –Paul Wolfowitz, Richard Perle, John R. Bolton entre otros– a las instituciones políticas estadounidenses.
Son pues los ideólogos y las ideologías que auparon a George W. Bush y que, de manera más polémica, han posibilitado la llegada de Donald Trump a la presidencia del país más poderoso del mundo, los que defienden que Estados Unidos imponga sus intereses estratégicos y de dominio a las diferentes naciones ejerciendo lo que ellos mismos denominan imperio «benevolente».
Si repasamos las democracias europeas, vemos que no se diferencian tanto de su hermano mayor Estados Unidos. Los estados europeos, entre ellos España, son los aprendices que actúan a rebufo del «Gran Manitú», atrapados como están en la lógica de ese sacrosanto mercado en el que juegan un papel secundario en la hegemonía del mundo.
Qué democracia puede ser la española, si un día sí y otro también, oímos a los prebostes del régimen y a sus comparsas conmilitones, adjudicar al emérito Juan Carlos I el logro de la democracia (todo) sin dejar ni siquiera un pequeño resquicio a los que sufrieron represión, torturas, cárcel e incluso perdieron la vida en defensa de una libertad y una democracia fallida. No es ningún secreto que la continuidad entre franquismo y Constitución, se personalizó en la forma del Borbón. Un Borbón blindado ante la crítica y la ley que disfruta de una impunidad insostenible a partir de las evidencias de comportamientos familiares discutibles, incompetencia profesional, falta de neutralidad, y la evidencia creciente de interferir en el gobierno o a expresar simpatías por la ultraderecha.
Qué democracia es aquella en la que el capitalismo no es solamente una forma de producir, sino que es una forma de dominación, en definitiva, es la organización social del poder. En ese sentido, todas y todos tenemos en la retina la esperpéntica sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo que dejó sin efecto la propia sentencia del Alto Tribunal por la que se obligaba a los bancos a hacerse cargo del impuesto denominado de «Actos jurídicos documentados», argumentando, sin rubor alguno, la enorme repercusión económica y social de la sentencia anterior dictada a favor de los ciudadanos afectados.
Qué democracia es aquella en la que según detalla Vicente Cavero («Público», 20/2/18) la gran banca (Santander, BBVA, CaixaBank, Bankia, Sabadell y Bankinter) no ha tributado en conjunto ni un solo euro por sus beneficios desde que estalló la crisis. El Impuesto de Sociedades les ha resultado a devolver en el conjunto de los últimos diez años, pese a que las entidades ganaron 84.000 millones de euros. Así se desprende de los datos que las propias entidades proporcionaron a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), como es preceptivo, entre 2008 y 2017. La factura fiscal de ese periodo, globalmente considerada, ha sido incluso positiva para ellos, al generar un saldo a su favor de 164 millones de euros en números redondos.
Coincido con Xavier Diez, en el sentido de que en España existe una clamorosa ausencia de cultura democrática. La forma y manera de reprimir a la disidencia y el orden constituido a través del miedo, fabricó generaciones de españoles, obedientes hasta en la cama, como decía la canción de Jarcha. Cuatro décadas de dictadura calaron en el alma de muchísimos españoles y condicionaron cualquier atisbo de regeneración.
«El franquismo sociológico, que acabó creyéndose la propaganda de que el precario bienestar era fruto del desarrollismo del régimen», escribía Xavier Diaz, «Acabó siendo un freno para enjuiciar los crímenes del franquismo, el «Holocausto español», en términos del historiador británico Paul Preston. En cierta manera, la sumisión de la población española ante la creciente involución de estos últimos años, y el apoyo, por acción u omisión a la represión en el País Vasco o Cataluña demuestra hasta qué punto está interiorizado el autoritarismo dentro de la propia sociedad», concluía («Por qué España no es una democracia», 2018).
El desarrollo actual de la democracia en España sitúa a ésta en las antípodas de lo que puede considerarse una democracia formal. El sainete que fiscales y jueces están montando con el juicio del procés, resultaría de risa si no fuese por las gravísimas consecuencias que está deparando al pueblo de Catalunya y a los presos políticos. Allí aprendemos estupefactos, como a repartir «hostias como panes» se le llama utilizar las «defensas» y cómo a una concentración pacífica de ciudadanos se le denomina «la masa».
Jordi Galves en el artículo «El Supremo Franquismo» («elnacional.cat», 23 de abril) nos ilustra sobre las condecoraciones que lucían sus señorías del Tribunal Supremo, donde destacaba sobre todas, la condecoración de San Raimundo de Peñafort que brillaba en sus togas. Una medalla que lleva el nombre de un gran inquisidor, una medalla muy bonita que instituyó Francisco Franco en el año de Gracia de 1944. Dice Galves, que no tienen vergüenza y que los jueces se saltan la ley de Memoria Histórica mientras los juristas españoles callan como muertos.
Hemos visto, también estos días, cómo la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo, de forma unánime, ha dictado sentencia suspendiendo la exhumación de Francisco Franco, y reconociéndole al dictador, a Franco, la Jefatura del Estado durante el golpe de estado contra La República, período en que fueron legítimos presidentes: Niceto Alcalá Zamora, Diego Martín Barrio (presidente interino) Manuel Azaña y Juan Negrín. Pues sí, son los mismos que aplicarán rigurosamente el «Derecho Patriótico» en la aplicación de la ley de Memoria Histórica, y dictarán sentencia sobre rebelión, sedición, terrorismo retroactivo…
Ya tenían razón, ya, los viejos legisladores medievales cuando decían aquello de que «narra mihi factum, dabo tibi ius» (hacedme el relato, que yo os contaré qué ley se aplicará).
Que el señor nos pille confesados.
Josu Perea Letona (Alternatiba)
Publicado en NAIZ