Un Nobel sin escrúpulos > Atilio A. Boron

Atilio A. Boron
Rebelión

Un signo más de los muchos que ilustran la profunda crisis moral de la “civilización occidental y cristiana” que Estados Unidos dice representar lo ofrece la noticia del asesinato de Osama Bin Laden. Más allá del rechazo que nos provocaba el personaje y sus métodos de lucha, la naturaleza de la operación llevada a cabo por los Seals de la Armada de los Estados Unidos es un acto de incalificable barbarie perpetrado bajo las órdenes directas de un personaje que con sus conductas cotidianas deshonra el galardón que le otorgó el Parlamento noruego al consagrarlo como Premio Nobel de la Paz del año 2009. De acuerdo con lo establecido por Alfred Nobel en su testamento esta distinción, recordémoslo, debía ser adjudicada, “a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz.” El energúmeno que anunció al pueblo estadounidense la muerte del líder de Al-Qaida diciendo que “se ha hecho justicia” es la antítesis perfecta de lo estipulado por Nobel. Un comando operativo es lo menos parecido al debido proceso, y arrojar los restos de su víctima al mar para ocultar las huellas de lo que se ha hecbo es propio de mafiosos o genocidas. Lo menos que debería hacer el Parlamento noruego es exigirle la devolución del premio.

En la truculenta operación escenificada en las afueras de Islamabad hay múltiples interrogantes que permanecen en las sombras, y la tendencia del gobierno de los Estados Unidos a desinformar a la opinión pública torna aún más sospechoso este operativo. Una Casa Blanca víctima de una enfermiza compulsión a mentir (recordar la historieta de las “armas de destrucción masiva” existentes en Irak, o el infame Informe Warren que sentenció que no hubo conspiración en el asesinato de Kennedy, obra del “lobo solitario” Lee Harvey Oswald ) nos obliga a tomar con pinzas cada una de sus afirmaciones. ¿Era Bin Laden o no? ¿Por qué no pensar que la víctima podría haber sido cualquier otro? ¿Dónde están las fotos, las pruebas de que el occiso era el buscado? Si se le practicó una prueba de ADN, ¿cómo se obtuvo, dónde están los resultados y quiénes fueron los testigos? ¿Por qué no se lo presentó ante la consideración pública, como se hizo, sin ir más lejos, con los restos del comandante Ernesto “Che” Guevara? Si, como se asegura, Osama se ocultaba en una mansión convertida en una verdadera fortaleza, ¿cómo es posible que en un combate que se extendió por espacio de cuarenta minutos los integrantes del comando estadounidense regresaran a su base sin recibir siquiera un rasguño? ¿Tan poca puntería tenían los defensores del fugitivo más buscado del mundo, de quien se decía que poseía un arsenal de mortíferas armas de última generación? ¿Quiénes estaban con él? Según la Casa Blanca el comando dio muerte a Bin Laden, a su hijo, a otros dos hombres de su custodia y a una mujer que, aseguran, fue ultimada al ser utilizada como un escudo humano por uno de los terroristas. También se dijo que dos personas más habían resultado heridas en el combate. ¿Dónde están, qué se va a hacer con ellas? ¿Serán llevadas a juicio, se les tomarán declaraciones para arrojar luz sobre lo ocurrido, hablarán en una conferencia de prensa para narrar lo acontecido? Por lo que parece esta “hazaña” pasará a la historia como una operación mafiosa, al estilo de la matanza de San Valentín ordenada por Al Capone para liquidar a los capos de la banda rival.

Osama vivo era un peligro. Sabía (¿o sabe?) demasiado, y es razonable suponer que lo último que quería el gobierno estadounidense era llevarlo a juicio y dejarlo hablar. En tal caso se habría desatado un escándalo de enormes proporciones al revelar las conexiones con la CIA, los armamentos y el dinero suministrado por la Casa Blanca, las operaciones ilegales montadas por Washington, los oscuros negocios de su familia con el lobby petrolero estadounidense y, muy especialmente, con la familia Bush, entre otras nimiedades. En suma, un testigo al que había que acallar sí o sí, como Muammar Gadafi. El problema es que ya muerto Osama se convierte para los yihadistas islámicos en un mártir de la causa, y el deseo de venganza seguramente impulsará a las muchas células dormidas de Al-Qaida a perpetrar nuevas atrocidades para vengar la muerte de su líder.

Tampoco deja de llamar la atención lo oportuna que ha sido la muerte de Bin Laden. Cuando el incendio de la reseca pradera del mundo árabe desestabiliza un área de crucial importancia para la estrategia de dominación imperial, la noticia del asesinato de Bin Laden reinstala a Al-Qaida en el centro del escenario. Si hay algo que a estas alturas es una verdad incontrovertible es que esas revueltas no responden a ninguna motivación religiosa. Sus causas, sus sujetos y sus formas de lucha son eminentemente seculares y en ninguna de ellas -desde Túnez hasta Egipto, pasando por Libia, Bahrein, Yemen, Siria y Jordania- el protagonismo recayó sobre la Hermandad Musulmana o en Al-Qaida. El problema es el capitalismo y los devastadores efectos de las políticas neoliberales y los regímenes despóticos que aquél instaló en esos países y no las herejías de los “infieles” de Occidente. Pero el imperialismo estadounidense y sus secuaces en Europa se desvivieron, desde el principio, para hacer aparecer estas revueltas como producto de la malicia del radicalismo islámico y Al-Qaida, cosa que no es cierta. Santiago Alba Rico observó con razón que en pleno auge de estas protestas seculares -anti-políticas de ajuste del FMI y el Banco Mundial- un grupo fundamentalista desconocido hasta entonces asesinó al cooperante italiano Vittorio Arrigoni, activista del Movimiento de Solidaridad Internacional, en una casa abandonada en la Franja de Gaza. Pocas semanas después un terrorista suicida hace estallar una bomba en la plaza Yemaa el Fna, uno de los destinos turísticos más notables no sólo de Marruecos sino de toda África, y mata al menos a 14 personas. “Ahora –continúa Alba Rico- reaparece Bin Laden, no vivo y amenazador, sino en toda la gloria de un martirio aplazado, estudiado, cuidadosamente escenificado, un poco inverosímil. ‘Se ha hecho justicia’, dice Obama, pero la justicia reclama tribunales y jueces, procedimientos sumariales, una sentencia independiente.” Nada de eso ha ocurrido, ni ocurrirá. Pero el fundamentalismo islámico, ausente como protagonista de las grandes movilizaciones del mundo árabe, aparece ahora en la primera plana de todos los diarios del mundo y su líder como un mártir del Islam asesinado a sangre fría por la soldadesca del líder de Occidente. La Casa Blanca, que sabía desde mediados de Febrero de este año que en esa fortaleza en las afueras de Islamabad se refugiaba Bin Laden, esperó el momento oportuno para lanzar su ataque con vistas a posicionar favorablemente a Barack Obama en la inminente campaña electoral por la sucesión presidencial.

Hay un detalle para nada anecdótico que torna aún más inmoral a la bravata estadounidense: pocas horas después de ser abatido, el cadáver del presunto Bin Laden fue arrojado al mar. La mentirosa declaración de la Casa Blanca dice que sus restos recibieron sepultura respetando las tradiciones y los ritos islámicos, pero no es así. Los ritos fúnebres del Islam establecen que se debe lavar el cadáver, vestirlo con una mortaja, proceder a una ceremonia religiosa que incluye oraciones y honras fúnebres para luego recién proceder al entierro del difunto. Además se especifica que el cadáver debe ser depositado directamente en la tierra, recostado sobre su lado derecho y con la cara dirigida hacia La Meca. ¿Con qué celeridad tuvieron que ser hechos el combate, la recuperación del cadáver, su identificación, la obtención del ADN, el traslado a un navío de la Armada estadounidense, situado a poco más de 600 kilómetros del suburbio de Islamabad donde se produjo el enfrentamiento y finalmente navegar hasta el punto donde el cadáver fue arrojado al mar como para respetar los ritos fúnebres del islam? En realidad, lo que se hizo fue abatir y “desaparecer” a una persona, presuntamente Bin Laden, siguiendo una práctica siniestra utilizada sobre todo por la dictadura genocida que asoló  la Argentina entre 1976 y 1983. Acto inmoral que no sólo ofende a las creencias musulmanas sino a una milenaria tradición cultural de Occidente, anterior inclusive al cristianismo. Como lo atestigua magistralmente Sófocles en Antígona, privar a un difunto de su sepultura enciende las más enconadas pasiones. Esas que hoy deben estar incendiando las células del fundamentalismo islámico, deseosas de escarmentar a los infieles que ultrajaron el cuerpo y la memoria de su líder. Barack Obama acaba de decir que después de la muerte de Osama Bin Laden el mundo es un lugar más seguro para vivir. Se equivoca de medio a medio. Probablemente su acción no hizo sino despertar a un monstruo que estaba dormido. El tiempo dirá si esto es así o no, pero sobran las razones para estar muy preocupados.

Imagen: Anthony Baker

«Los libios desconfían sabiamente de las potencias occidentales» > Gilbert Achcar

ENTREVISTA A GILBERT ACHCAR
Tras la resolución de la ONU sobre Libia:

«Allí la gente no quiere que vayan tropas extranjeras. Es consciente de los peligros y desconfían sabiamente de las potencias occidentales»

Traducción: VIENTO SUR

¿Quién forma la oposición libia? Algunos han señalado la presencia de la antigua bandera de la monarquía en las filas rebeldes.
Esta bandera no se utiliza como símbolo de la monarquía, sino como la bandera que adoptó el Estado libio cuando se independizó de Italia. La utilizan los insurrectos para manifestar su rechazo de la bandera verde impuesta por Gadafi paralelamente a su Libro Verde, cuando imitó a Mao Zedong y su Pequeño Libro Rojo. La bandera tricolor no expresa en modo alguno un sentimiento de nostalgia por la monarquía. Según la interpretación al uso, simboliza las tres regiones históricas de Libia, y la media luna y la estrella son los mismos símbolos que aparecen en las banderas de las repúblicas de Argelia, Túnez y Turquía, no son símbolos monárquicos.

¿Quién constituye la oposición?  Su composición, al igual que en todas las demás revueltas que sacuden la región, es muy heterogénea. Lo que une a todas las fuerzas dispares es el rechazo de la dictadura y el ansia de democracia y derechos humanos. Más allá de esto hay muchos puntos de vista diferentes. En Libia, particularmente, hay una mezcla de defensores de los derechos humanos, demócratas, intelectuales, elementos tribales y fuerzas islámicas, en suma: un abanico muy amplio. La fuerza política más destacada en la revuelta libia es la Juventud de la Revolución del 17 de Febrero, que defiende una plataforma democrática y reivindica el Estado de derecho, libertades políticas y elecciones libres. El movimiento libio incluye además a sectores de las fuerzas armadas y gubernamentales que han desertado y se han unido a la oposición, cosa que no ocurrió en Túnez ni en Egipto.

Por tanto, la oposición libia está formada por un conjunto variopinto de fuerzas y la conclusión es que no hay motivo para mantener una actitud distinta ante ellas que ante todas las demás revueltas de masas en la región.

¿Es o ha sido Gadafi una figura progresista?

Cuando Gadafi llegó al poder en 1969 representó una manifestación tardía de la ola nacionalista árabe que siguió a la segunda guerra mundial y la nakba de 1948. Trató de imitar al líder egipcio Gamal Abdel Nasser, a quien consideraba su modelo y fuente de inspiración. Así, cambió la monarquía por la república, abanderó la unidad árabe, forzó el cierre de la base aérea estadounidense de Wheelus en territorio libio y puso en marcha un programa de cambio social.

Después, el régimen siguió su propia dinámica en la senda de la radicalización, inspirándose en una especie de «maoísmo islamizado». A finales de los años setenta hubo amplias nacionalizaciones, que abarcaron casi todos los sectores. Gadafi se ufanó de haber instituido la democracia directa y cambió formalmente el nombre de la república, que pasó a denominarse Estado de las Masas (Yamahiriya). Pretendió haber realizado en el país la utopia socialista con democracia directa, pero fueron pocos los que se dejaron engañar. Los “comités revolucionarios” actuaban en realidad como un aparato gubernamental dedicado, junto con los servicios de seguridad, al control del país. Al mismo tiempo, Gadafi también desempeñó un papel especialmente reaccionario en la revitalización del tribalismo, para utilizarlo en beneficio de su propio poder. Su política exterior se tornó cada vez más temeraria y la mayoría de árabes acabaron tomándolo por loco.

Con la Unión Soviética en crisis, Gadafi abandonó sus pretensiones socialistas y volvió a abrir la economía del país a las empresas occidentales. Afirmó que la liberalización económica vendría acompañada de una liberalización política, imitando ahora la perestroika de Gorbachov después de haber imitado la “revolución cultural” de Mao Zedong, pero fue una promesa vacía. Cuando EE UU invadió Irak en 2003 so pretexto de buscar las “armas de destrucción masiva”, Gadafi, preocupado por la posibilidad de que él fuera el siguiente en la lista, operó un cambio súbito y sorprendente de su política exterior, ganándose espectacularmente la categoría de estrecho colaborador de los países occidentales, cuando hasta poco antes era calificado de “Estado canalla”. Colaboró especialmente con EE UU, prestándole ayuda en la llamada guerra contra el terrorismo, e Italia, llevando a cabo el trabajo sucio de repatriar a los inmigrantes potenciales que trataban de pasar de África a Europa.

A lo largo de todas estas metamorfosis, el régimen de Gadafi siempre ha sido una dictadura. Aunque Gadafi hubiera aplicado al comienzo algunas medidas progresistas, en la última fase no quedaba ni un soplo progresista o antiimperialista en su régimen. Su carácter dictatorial quedó demostrado por la manera en que respondió a las protestas populares: tratando de aplastarlas por la fuerza desde el principio. No hubo ningún intento de ofrecer alguna salida democrática a la población. Amenazó a los manifestantes con un discurso tragicómico que se ha hecho famoso: “Avanzaremos centímetro a centímetro, casa a casa, calle a calle… Os encontraremos en vuestras madrigueras. No tendremos piedad ni compasión.” No debe extrañar, si se recuerda que Gadafi fue el único gobernante árabe que criticó públicamente al pueblo tunecino por haber derrocado a su dictador Ben Alí, de quien dijo que era el mejor gobernante que podían encontrar los tunecinos.

Gadafi recurrió a las amenazas y a la represión violenta, afirmando que los manifestantes se habían vuelto drogadictos por obra de Al Qaeda, que les introducía sustancias alucinógenas en el café. Atribuir el levantamiento popular a Al Qaeda fue su manera de intentar ganarse el apoyo de Occidente. Si hubiera habido cualquier ofrecimiento de ayuda por parte de Washington o Roma, no cabe duda de que Gadafi la habría aceptado con los brazos abiertos. De hecho, expresó su amarga decepción ante la actitud de su compinche Silvio Berlusconi, el primer ministro italiano, con quien compartía fiestas, y se quejó de que sus otros “amigos” europeos también le hubieran traicionado. En los últimos años, Gadafi se había hecho amigo, en efecto, de varios gobernantes occidentales y otras figuras del sistema que, por un puñado de dólares, se habían prestado a hacer el ridículo intercambiando abrazos con él. El propio Anthony Giddens, distinguido teórico de la “tercera vía” de Tony Blair, siguió los pasos de su discípulo y visitó a Gadafi en 2007; luego describió en el Guardian cómo Libia estaba aplicando las reformas e iba camino de convertirse en «la Noruega de Oriente Próximo».

¿Cómo valoras la resolución nº 1972 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del pasado 17 de marzo?

La resolución como tal está redactada de manera que hace suya y aparentemente responde a la petición de establecer una zona de exclusión aérea. En efecto, la oposición libia ha solicitado explícitamente esta medida, con la condición de que no se desplieguen tropas extranjeras en territorio libio. Gadafi cuenta con el grueso de las fuerzas armadas de élite, con aviones y tanques, y la exclusión aérea neutralizaría efectivamente su principal ventaja militar. Esta petición de los rebeldes está reflejada en el texto de la resolución, que autoriza a los Estados miembros de la ONU a “tomar todas las medidas necesarias… para proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles frente a la amenaza de ataque en la Yamahiriya Árabe Libia, incluida Bengasi, descartando toda fuerza de ocupación extranjera bajo cualquier forma y en cualquier parte del territorio libio.” La resolución declara la “prohibición de todos los vuelos en el espacio aéreo de la Yamahiriya Árabe Libia para ayudar a proteger a los civiles.”

Ahora bien, en el texto de la resolución no hay suficientes garantías que impidan su uso con fines imperialistas. Aunque el objetivo de toda acción es supuestamente la protección de la población civil, y no un “cambio de régimen”, la determinación de si una acción cumple este objetivo o no queda en manos de las potencias que intervienen y no en las de los insurrectos, ni siquiera en las del Consejo de Seguridad. La resolución es asombrosamente confusa, pero dada la urgencia de impedir la masacre que se habría producido si las fuerzas de Gadafi tomaran Bengasi y ante la ausencia de cualquier medio alternativo para conseguir el objetivo de protección de los civiles, nadie puede oponerse razonablemente a ella. Podemos entender las abstenciones; algunos de los cinco países que se han abstenido en la votación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas querían expresar su desconfianza y/o incomodidad ante la falta de una supervisión adecuada, pero sin asumir la responsabilidad de permitir una masacre inminente.

La respuesta occidental, desde luego, tiene sabor a petróleo. Occidente teme un conflicto prolongado. Si se produjera una masacre importante, tendría que imponer un embargo sobre el petróleo libio, con lo que el precio se mantendría en un nivel alto, y esto, tal como está actualmente la economía mundial, tendría importantes consecuencias adversas. Algunos países, inclusive Estado Unidos, han actuado con desgana. Únicamente Francia se ha mostrado decididamente a favor de una acción contundente, lo que puede tener mucho que ver con el hecho de que este país –a diferencia de Alemania (que se ha abstenido en la votación del Consejo de Seguridad), Gran Bretaña y, sobre todo, Italia– no tiene una participación significativa en el negocio del petróleo libio y sin duda espera conseguir aumentarla en la Libia de después de Gadafi.

Todos sabemos qué hay detrás de los pretextos de las potencias occidentales y del doble rasero que aplica. Por ejemplo, su supuesta preocupación por los civiles bombardeados desde el aire no pareció aplicarse a la población de Gaza en 2008-2009, cuando centenares de no combatientes murieron bajo el fuego de los aviones israelíes. O el hecho de que EE UU permita que el régimen de Bahrein, donde hay una importante base naval norteamericana, reprima violentamente la revuelta local con ayuda de otros vasallos regionales de Washington.

El caso es que si se deja que Gadafi prosiga con su ofensiva militar y tome Bengasi, habrá una importante masacre. Estamos en una situación en que la población corre realmente peligro y no existe ninguna alternativa plausible para protegerla. El ataque de las fuerzas de Gadafi se habría producido en cuestión de horas o a lo sumo de un par de días. Uno no puede oponerse, en nombre de los principios antiimperialistas, a una acción que evitará la masacre de civiles. De modo parecido, aunque conozcamos muy bien la naturaleza y el doble rasero de la policía en el Estado burgués, uno no puede oponerse, en nombre de los principios anticapitalistas, a que alguien la llame cuando está a punto de ser violada y no hay otra alternativa para impedirlo.

Dicho esto, y sin estar en contra de la zona de exclusión aérea, debemos expresar nuestra desconfianza y defender la necesidad de vigilar muy de cerca las acciones de los países que intervengan, a fin de asegurar que no vayan más allá de la protección de los civiles con arreglo al mandato de la resolución del Consejo de Seguridad. Al ver en la televisión a la muchedumbre en Bengasi aplaudiendo la aprobación de la resolución, vi un gran cartel que decía en árabe “No a la intervención extranjera”. Allí la gente distingue entre “intervención extranjera” –entendiendo por ello la presencia de tropas sobre el terreno– y la zona de exclusión aérea con fines de protección. No quiere que vayan tropas extranjeras. Es consciente de los peligros y desconfían sabiamente de las potencias occidentales.

Así, para resumir, creo que desde una perspectiva antiimperialista uno no puede ni debe oponerse a la zona de exclusión aérea, dado que no existe ninguna alternativa plausible para proteger a la población amenazada. Dicen que los egipcios están suministrando armas a la oposición libia, cosa que está muy bien, pero solamente esta ayuda no podía haber salvado Bengasi a tiempo. No obstante, una vez más, hay que mantener una actitud muy crítica ante lo que puedan hacer las potencias occidentales.

¿Qué ocurrirá ahora?

Es difícil saber qué va a ocurrir ahora. La resolución del Consejo de Seguridad no preconiza un cambio de régimen, sino la protección de los civiles. El futuro del régimen de Gadafi está en la cuerda floja. La clave está en si asistiremos a la reanudación de la revuelta en la parte occidental de Libia, incluida Trípoli, provocando así la desintegración de las fuerzas armadas del régimen. Si esto ocurre, tal vez Gadafi tenga las horas contadas. Pero si el régimen logra mantener el control en la parte occidental, entonces se producirá, de hecho, la división del país, por mucho que la resolución afirme la integridad territorial y la unidad nacional de Libia. Tal vez sea esto lo que haya decidido el régimen, que acaba de anunciar su acatamiento de la resolución de las Naciones Unidas y proclamado un alto el fuego. Entonces habrá seguramente una prolongada situación de empate, en la que Gadafi controlará la parte occidental y la oposición, la parte oriental. Está claro que la oposición necesitará tiempo para sacar provecho de los suministros de armas que recibe de Egipto y a través de Egipto hasta el punto de ser capaz de derrotar militarmente a las fuerzas de Gadafi. Dada la naturaleza del territorio libio, ésto solo podrá ser una guerra regular, una guerra de movimiento sobre vastas franjas de territorio, más que una guerra popular,. De ahí que sea difícil predecir el resultado. La conclusión, en todo caso, es que deberíamos apoyar la victoria de la revuelta democrática libia. Su derrota a manos de Gadafi supondría un grave revés que afectaría negativamente a la ola revolucionaria que recorre actualmente Oriente Próximo y el norte de África.

¿Intervención humanitaria militar en Libia? > Alternatiba

Mesa de Internacionalismo de Alternatiba
Ilustración: Jared Rodriguez (truthout.org)

La resolución 1973 votada por el Consejo de Seguridad de la ONU, no instituye simplemente la zona de exclusión aérea, sino que da a la comunidad internacional el derecho de usar todos los medios posibles para proteger a la población civil. Alternatiba se opone radicalmente a la perversa lectura bipolar de la realidad, bombardeos o muerte masiva de civiles. La agresión militar responde a la lógica de dominación de las clases y países dominantes, reinterpretan la categoría de soberanía nacional y crean el intervencionismo humanitario como expresión del nuevo orden capitalista.

Lo que menos importa en Libia son sus hombres y mujeres. El viejo principio hipocrático de “lo primero no hacer daño,” se destruye con la agresión militar que está provocando asesinatos de civiles, miles de refugiados y refugiadas, daños ecológicos… los bombardeos no han solucionado nada, lo único que han conseguido es agudizar la crisis. ¿Por qué no se evalúan los resultados de otras agresiones militares en  Afganistán, o Irak?

Las razones reales de la agresión están muy alejadas de la protección de civiles: el petróleo, los intereses de las grandes trasnacionales y el control geoestratégico de la zona, son los verdaderos motivos. Además, denunciamos la hipocresía de los países occidentales que se “escandalizan”  ante la represión en Libia a la vez que ignoran la que practican sus aliados israelíes, saudíes, marroquíes, colombianos… y desprecian las miles de personas que mueren en los conflictos olvidados.

Por otra parte, el dictador de Libia ha sido amigo de quienes de la noche a la mañana deciden atacarle. La represión, las torturas y las masacres son aceptables mientras las dictaduras se muestren eficaces. En el Estado Español, el Rey, Aznar, Zapatero, el alcalde Gallardón que entregó la Llave de Oro de la ciudad a Gadafi y el empresariado, que ha ganado millones de euros, son la expresión más patética de la hipocresía. El doble rasero se refleja tanto en su política exterior como en la debilidad de sus compromisos con un sistema internacional de protección de los derechos humanos y con su reiterada negativa a someterse al escrutinio internacional.

El actual ordenamiento internacional basado en la Carta de Naciones Unidas y las resoluciones del Tribunal Internacional, prohíben la violación de la soberanía nacional de un Estado por la fuerza, salvo que  el Consejo de Seguridad la apruebe. Y aquí, el ataque a Libia vuelve a poner encima de la mesa la necesidad de una profunda reforma democrática de las Naciones Unidas: la pertenencia a la ONU debería implicar la aceptación del Derecho Internacional y la renuncia a la guerra; el sometimiento a un sistema de arreglo pacífico de los conflictos; el establecimiento de un proceso de desarme progresivo de los Estados; un sistema de representación proporcional a la población de los Estados en la Asamblea General; el final del derecho de veto en el Consejo de Seguridad y el fortalecimiento del control judicial de los actos internacionales mediante el carácter impuesto y obligatorio de las sentencias del Tribunal Internacional de La Haya.

Nos preocupa la población civil de Libia y rechazamos las prácticas del dictador Gadafi, pero la intervención militar implica apagar fuego con gasolina. Apostamos por la diplomacia y la negociación, por la intervención de mediadores y observadores internacionales en los momentos de crisis, por la inversión en un proceso de paz de todos los recursos económicos gastados en la intervención, por la prohibición total de la venta de armas, por el impulso firme de procesos democratizadores que pongan fin a las dictaduras y permitan el acceso democrático al poder y por garantías de seguridad para los grupos minoritarios. En definitiva, Alternativa cree más en la prevención de conflictos que en las intervenciones militares humanitarias.

La clave reside en saber quién decide que un gobierno no tiene legitimidad, o que viola sistemáticamente los derechos humanos. En la actual coyuntura internacional este interrogante no queda satisfactoriamente solventado. Resulta evidente que no hay que sacralizar categorías como la soberanía estatal o la no injerencia pero tampoco reinterpretarlas alegremente al calor de la homogenización neoliberal. No podemos obviar que las grandes potencias parten del capitalismo y mercado único que elimina fronteras. El intervencionismo humanitario es un buen instrumento del nuevo orden neoliberal que combina lo militar y lo humanitario.

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