Hashim Thaçi avanzó hacia el atril con los papeles bajo el brazo, puso cara de primer ministro y proclamó la República de Kosovo entre los aplausos parlamentarios y los fogonazos de las fotografías. Era 17 de febrero de 2008 y su nombre aún permanecía en el inventario de organizaciones terroristas del Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. En la guerrilla albanesa le llamaban Serpiente.
Condoleezza Rice y George W. Bush no tardaron en adelantar la bendición estadounidense a la independencia kosovar. Thaçi ya no era el líder de una organización armada que se enriquecía con el narcotráfico y el crimen organizado, sino el respetable portavoz del Partido Democrático de Kosovo. UÇK ya no era el grupo furtivo que había llenado las cunetas de cadáveres serbios, gitanos y albaneses indistintamente, sino el cuerpo policial legítimo de Kosovo en colaboración con los efectivos de la OTAN.
Años atrás, la Alianza Atlántica había encontrado en la Provincia Autónoma de Kosovo y Metohija el territorio más propicio para culminar la demolición de la República Federal Socialista de Yugoslavia, y a la vez, el atajo más rápido para la ocupación militar de los Balcanes y la tutela de una geografía propicia para los intereses corporativos del petróleo. La administración de Bill Clinton tuvo oportunidad de ensayar en Serbia los mismos esquemas de propaganda, invasión y saqueo que después perfeccionó George W. Bush en Afganistán y en Iraq.
El 11 de febrero de 1996, UÇK orquestó un ataque contra refugiados serbios procedentes de Krajina que quebraba el camino de desobediencia civil abierto por el presidente kosovar Ibrahim Rugova. Se adivinaba una declaración de guerra. Los enfrentamientos entre el ejército yugoslavo y la nueva guerrilla albanesa se prolongaron durante casi tres años, hasta que la diplomacia estadounidense decidió que el gobierno de la República Federal de Yugoslavia debía ser juzgado por crímenes de guerra mientras que los militares de UÇK eran honorables libertadores con quienes resultaba oportuno fotografiarse ante la prensa. Quinientas mil víctimas albanesas que nunca existieron sirvieron para argumentar la urgencia de una agresión militar contra la población serbia.
El 30 de enero de 1999, la OTAN manifestó su determinación de bombardear Yugoslavia, pero todavía necesitaba vender a la opinión pública un último esfuerzo conciliador. El 6 de febrero, la secretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright, sentó en una mesa del castillo francés de Rambouillet al militar albano Hashim Thaçi y al presidente yugoslavo en funciones, Milan Milutinovi?.
La propaganda oficial vistió de generosidad diplomática lo que en realidad fue un chantaje al gobierno yugoslavo que ningún estado soberano del mundo habría aceptado. Según el Acuerdo de Rambouillet, las fuerzas de la OTAN exigían acceso libre a todo el territorio de la República Federal de Yugoslavia, incluido su espacio aéreo y sus aguas territoriales; exigían inmunidad ante investigaciones o detenciones; exigían el uso gratuito de aeropuertos, carreteras, ferrocarriles y puertos; exigían el control de todos los canales de comunicación yugoslavos, incluidas televisiones y radios; exigían que la economía de Kosovo funcionara de acuerdo a los principios del libre mercado.
A nadie le importó que la Asamblea Nacional Serbia dispusiera una propuesta sobre la autodeterminación de la provincia de Kosovo y Metohija basada en el acuerdo entre las distintas comunidades nacionales kosovares y el respeto a la diversidad étnica. En realidad, el pacto de Rambouillet contaba de antemano con la firma de las delegaciones de Albania, Estados Unidos y Reino Unido, y con la certeza de que la OTAN iba a invadir Yugoslavia en cualquiera de los casos, firmara o no su presidente.
El 24 de marzo de 1999, los cazas españoles de la Alianza Atlántica abrieron fuego sobre Belgrado e inauguraron el último genocidio de la historia de Europa, un bombardeo que se prolongó durante 78 días y que dejó un número más o menos escandaloso de muertes si se examinan unas u otras fuentes. Javier Solana, que ejercía como Secretario General de la OTAN durante la Operación Allied Force, despreció los preceptos más elementales del derecho internacional y precipitó el festival de bombas de racimo sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Nunca ha sido juzgado.
Las agresiones de la OTAN no se limitaron a objetivos militares, sino que se extendieron repetidamente a la población civil. El 5 de abril, los aviones de la alianza matan a 5 personas en Aleksinac. El 12 de abril, atacan un tren en Grdelica y dejan 10 personas muertas y un vídeo manipulado con el que tratan de justificar el crimen. El 14 de abril, bombardean una columna de refugiados kosovares cerca de Djakovica y matan a 75 personas. El 23 de abril, bombardean la sede de Radiotelevisión Serbia y matan a 16 personas. El 27 de abril matan a 20 personas en Surdulica. El 1 de mayo bombardean un autobús en Luzane y matan a 47 personas. El 8 de mayo, un avión estadounidense bombardea la embajada de China en Belgrado y mata a 3 personas. El 14 de mayo bombardean el pueblo kosovar de Korisa y matan entorno a cien personas.
El 10 de junio de 1999, concluyó la invasión aérea y las autoridades serbias abandonaron Kosovo para dejar paso a las tropas de ocupación de la OTAN bajo el amparo de la Resolución 1244 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que garantizaba la soberanía e integridad territorial de la República Federal de Yugoslavia. Inmediatamente, la corporación estadounidense Kellogg Brown & Root asumió la construcción de la base militar más grande de Estados Unidos en Europa, que se llamó Camp Bondsteel en homenaje a un soldado que obtuvo la Medalla de Honor durante la Guerra de Vietnam. A pocos kilómetros de la frontera con Macedonia, la base vigila de cerca el oleoducto transbalcánico AMBO, de la empresa estadounidense Albanian Macedonian Bulgarian Oil Corporation, que negoció con ExxonMobil y ChevronTexaco la fórmula más eficaz para distribuir hacia Europa el crudo extraído en Kazajistán, en el mar Caspio. Camp Bondsteel acoge a 7.000 soldados en una idílica urbanización de casi cuatro kilómetros cuadrados con iglesia, pizzerías, el Centro Educativo Laura Bush y un hospital. Álvaro Gil-Robles, que conoció las instalaciones en calidad de Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, se acordó de Guantánamo.
Kellogg Brown & Root fue una filial más en la tela de araña empresarial Halliburton Company que presidió Dick Cheney inmediatamente después de abandonar sus responsabilidades como Secretario de Defensa de Estados Unidos -bajo la presidencia de George H. W. Bush- y hasta unos meses antes de ser nombrado Vicepresidente -a la sombra del hijo George W. Bush-. KBR era la filial que firmó contratos millonarios con el Gobierno estadounidense para levantar su embajada en Kabul o para proteger la Operación Libertad Duradera que arrasó Afganistán. Halliburton es el gigante petrolero que ha devorado varios miles de millones de dólares en contratos a dedo para la reconstrucción de esa Iraq que el propio ejército americano había destruido.
El 14 de agosto de 2000, el representante de la ONU en Kosovo, el francés Bernard Kouchner, envió un contingente militar a tomar el complejo minero de Trep?a, uno de los grandes tesoros naturales de los Balcanes. Como ya había aconsejado el financiero George Soros tras la ocupación de Kosovo, las minas pasaron de las manos públicas a ITT Kosovo Ltd, que agrupaba a inversores privados de Estados Unidos, Francia y Suecia. En noviembre de 2005, las Naciones Unidas cedieron el consorcio público Ferronikeli a la corporación británica Alferon. Joachim Ruecker, en nombre de la Misión de la ONU en Kosovo, presentó la privatización de la empresa como un ejemplo de sociedad estable y madura, dispuesta para recibir capital extranjero.
Mientras las empresas extranjeras engordaban sus cuentas en la nueva economía de mercado kosovar, la violencia étnica contra serbios, gitanos y disidentes albanos se prodigaba ante los ojos indiferentes de las fuerzas de ocupación y de la policía heredera de UÇK. Entre el 17 y el 19 de marzo de 2004, las minorías étnicas de Kosovo soportaron un pogrom de tres días en el que grupos de albaneses mataron a 19 personas e hirieron a un centenar. El patrimonio histórico de la iglesia ortodoxa fue destruido y expoliado. Miles de personas han abandonado sus casas y han huido de la región. Al contrario de lo que se ha asegurado, la ocupación militar de Kosovo no ha servido para acercar la paz, sino para despejar el camino hacia la limpieza étnica que predicaba la Gran Albania de la pureza racial, una propuesta que obtuvo cuerpo histórico durante la Segunda Guerra Mundial gracias a la custodia del Partido Fascista de Albania, la Italia de Benito Mussolini, y la Alemania nazi de Adolf Hitler.
El 22 de julio de 2010, la Corte Internacional de Justicia resolvió que la declaración unilateral de independencia de Kosovo no violaba el derecho internacional. Los portavoces del Gobierno estadounidense reclamaron una vez más el reconocimiento internacional para la nueva república. El primer ministro kosovar, Hashim Thaçi, el mismo que había abandonado su fusil Kalashnikov y su uniforme caqui para ser el bien trajeado portavoz de la independencia, celebró la noticia desde Washington. Las calles de Pristina se habían vuelto a llenar de banderas de Albania y de Estados Unidos. Es fácil imaginarse a la multitud manifestante agitando sus colores en ese cruce de la ciudad donde desembocan el Boulevard Bill Clinton y la Avenida George Bush.
El primer tribunal de la ONU ha avalado la independencia de Kosovo sin decir que el nuevo estado es un traje a medida de las fuerzas militares de ocupación en los territorios de la antigua Yugoslavia. No han dicho que Kosovo es un estado construido con los mismos mimbres artificiales que se impusieron en Bosnia y Herzegovina tras los Acuerdos de Dayton en 1995. A Kosovo no lo ha reconocido Rusia, ni China, ni Venezuela, ni Brasil, ni muchas otras decenas de países. Sin duda, una de las posiciones más hipócritas es la del Reino de España, que alisó el camino a la independencia kosovar azuzando la agresión de la OTAN contra Serbia, y ahora se desentiende de la legitimación del nuevo estado para evitar contradicciones en el debate sobre su propia integridad territorial.
Por eso, algunas preguntas son pertinentes. ¿Por qué es indiscutible el reconocimiento de la República de Kosovo pero no el de otras regiones del mundo que alguna vez se han declarado independientes de forma unilateral? ¿Por qué no Transnistria, separada de la República de Moldavia? ¿Por qué no Abjasia y Osetia del Sur, segregadas de Georgia? ¿Por qué no la República de Nagorno Karabaj, fugada de Azerbaiyán? ¿Por qué no Somalilandia, nacida de la descomposición de Somalia? ¿Por qué no la República Turca del Norte de Chipre? ¿Tendrá reconocimiento la independencia de la República Srpska, de mayoría serbia en Bosnia y Herzegovina? ¿Será reconocido alguno de tantos procesos de liberación nacional que emergen en Europa?
Si mañana alguna región del mundo diese por su cuenta el paso hacia su soberanía plena, agradeceremos que el tribunal de la ONU se atreva a inclinar su balanza hacia un lado o hacia otro. Entonces descubriremos si para cosechar el aplauso internacional es suficiente reunir la voluntad mayoritaria de un pueblo, o si por el contrario, es además requisito indispensable presentarse con una carta de recomendación de la OTAN y de Estados Unidos.
Que nadie se alarme demasiado, al fin y al cabo, las opiniones del tribunal de las Naciones Unidas son puramente decorativas. El 9 de abril de 1984, Nicaragua demostró ante la Corte Internacional de Justicia que el gobierno de Ronald Reagan había entrenado, armado, equipado, financiado y abastecido a las fuerzas de la Contra y sus actividades militares y paramilitares para derrocar al gobierno sandinista del FSLN. Por desgracia, el derecho internacional no causa el mismo efecto sobre unos culpables que sobre otros.
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